miércoles, 30 de septiembre de 2009

El apego y el vínculo en el nacimiento

Hace ya más de cincuenta años que John Bowlby en un informe elaborado a petición de la organización Mundial de la Salud explicó que: "Consideramos esencial para la salud mental que el bebé y el niño pequeño experimenten una relación cálida, íntima y continuada con la madre (o sustituto materno permanente), en la que ambos hallen satisfacción y goce". Eran los años que siguieron a la segunda guerra mundial y en aquel ambiente de preocupación por la gran cantidad de niños huérfanos y hospitalizados los trabajos de Bowlby y Mary Ainsworth sentaron la base de la Teoría del Vínculo, que ha ido creciendo en solidez y evidencia científica desde entonces. Bowlby describió el vínculo como un instinto biológico destinado a garantizar la supervivencia de los bebés. El vínculo es el lazo que se establece entre el recién nacido y su madre y cumple la función biológica de promover la protección, la supervivencia y en última instancia la replicación. Básicamente lo que sabemos ahora es que la relación madre hijo es la base para todo el desarrollo del bebé, y que las implicaciones son profundas y duraderas, tanto para bien como para mal.

A lo largo de las últimas décadas numerosos estudios han profundizado en todos los aspectos del vínculo desde muy diversas perspectivas. Los más recientes desde el terreno de la neurobiología y la bioquímica empiezan a desentrañar los mecanismos moleculares por los cuales se establecen los vínculos afectivos desde el nacimiento y se mantienen y se refuerzan a lo largo de toda la vida. Conforme crece el conocimiento científico resulta más evidente la importancia que tiene respetar el nacimiento. Como psiquiatra infantil lo que yo he sacado en claro de la teoría del vínculo es que los humanos nacemos con una necesidad inmensa de ser amados y con una capacidad innata para amar. O dicho que otra manera: que biológicamente estamos programados para amar, que el amor es fundamental para nuestra supervivencia como especie, no un capricho ni un lujo, sino algo imprescindible para todos y todas. Bowlby ya hablaba de la satisfacción y el goce como elementos necesarios para la relación del vínculo entre madre y bebé y viendo lo que sucede con las hormonas en el parto, comprobamos hasta qué punto nuestra naturaleza lo tiene todo pensado para que madre y bebé se enamoren y sientan un inmenso goce y satisfacción. Comprendiendo lo que sucede a nivel biológico es sencillo comprender por qué habría que hacer todo lo posible para evitar influir en dichos procesos hormonales.

Conforme transcurre el parto, el cerebro de la madre va produciendo dosis crecientes de oxitocina. Esta hormona es conocida como la" hormona del amor" ya que se ha comprobado que no sólo es la responsable de las contracciones del útero en el parto y en el orgasmo, también es la que en nuestro cerebro hace que sintamos amor, bienestar profundo, empatía, conexión emocional y ganas de cuidar a nuestros seres queridos y de compartir con ellos alimentos, por citar algunos ejemplos. Los niveles máximos de oxitocina en el cerebro tanto de la madre como del bebé se alcanzan en la hora que sigue al nacimiento. Esto hace que la madre sienta un enamoramiento de su bebé que le facilitará enormemente el cuidarle, que tenga ganas de estar con su bebé la mayor parte del tiempo, que se sienta llena de amor y que esta sensación crezca continuamente. Este amor hace que todo lo demás (cansancio, renuncia a muchas otras actividades que ya no son fáciles con un bebé, etc.) sea fácilmente soportable. Este enamoramiento facilita que la madre busque la proximidad continua con su bebé, que se sienta feliz con el contacto piel con piel que instintivamente buscan todos los recién nacidos y que en cuanto el bebé llore la madre busque la manera de consolarle y tranquilizarle ipso-facto.

Ahora sabemos que estas interacciones tempranas a van facilitando el desarrollo cerebral en una dirección y es la de que el bebé vaya aprendiendo a amar, a ponerse en el lugar del otro, a ser más y sociable y empático. La prolactina también empieza su labor tras el parto permitiendo la producción de leche y haciendo que para la madre la lactancia sea algo espontáneo, relajante y sencillo. Sustancias como las endorfinas que también se producen durante el trabajo de parto van a hacer que ese primer encuentro sea muy placentero para los dos y que por decirlo de alguna manera madre y bebé se enganchen de la mejor manera posible. Es decir, venimos al mundo listos para enamorarnos de nuestros progenitores y crecemos gracias a ese amor.

Por el contrario cuanto más se altera ese equilibrio hormonal del parto más difícil resulta sentir ese amor espontáneo y natural. La oxi-tocina sintética que se administra a tantas parturientas no pasa la barrera cerebral: así que la madre percibe las contracciones uterinas con mucho más dolor (al no llegar esa oxitocina al cerebro no se producen las endorfinas que espontáneamente alivian el dolor y producen bienestar) y tampoco va a sentir el mismo enamoramiento de su bebé nada más nacer. Muchas madres cuentan tras un parto hospitalario cómo para su sorpresa no sintieron ese flechazo ni ese profundo amor. En los casos de nacimiento por cesárea programada la ausencia de ese sentimiento puede ser aún más grave: "sabía que era mía y que la quería, pero no lo sentía" como nos contaba una madre, lo que a nivel neuro-hormonal equivale a un escenario sin chute de oxitocina. Bastante menos se sabe sobre los efectos de esas alteraciones del equilibrio natural en el cerebro del bebé. Sue Carter, una de las mayores investigadoras a nivel mundial sobre la oxitocina explica con vehemencia que los efectos de la oxitocina sintética intraparto en el cerebro del recién nacido nunca han sido investigados, y que sus propios experimentos con oxito-cina sobre otros mamíferos recién nacidos hacen pensar que los efectos pueden ser bastante más graves de lo que se imagina, sobre todo a nivel de la conducta amorosa y sexual en la edad adulta, por lo que insiste en recomendar que la oxitocina sintética se utilice sólo en casos verdaderamente urgentes y graves.

También es mayor la evidencia científica de que separar a los bebés nada más nacer de sus madres les produce un enorme sufrimiento y, que si la separación se prolonga, los bebés pasan a estar en un "modo de supervivencia" donde restringen sus funciones al máximo para esperar a que regrese la madre, lo que puede dar erróneamente la impresión de que están tranquilos y calmados, cuando en realidad están tan muertos de miedo que optan por no moverse ni llorar si piensan que no van a ser escuchados. Igualmente se sabe que si se deja a los recién nacidos llorar, los niveles de hormonas de estrés que llegan a liberar pueden dañar el desarrollo cerebral. Son numerosos los estudios que han hallado la altísima correlación que existe entre la separación temprana de la madre y las conductas violentas y disociales en la edad adulta.

Por todo ello está claro que respetar la fisiología del parto es fundamental para conseguir desarrollar al máximo la capacidad amorosa de la especie humana. No hacerlo equivale a empezar la vida en una carrera de obstáculos que los más indefensos a veces no van a lograr superar.

¿Criar sin límites?

"LOS NIÑOS NECESITAN límites."

¿Cuántas veces hemos escuchado esta frase? Tantas que va camino de convertirse en un clásico de la pedagogía popular, como "eso no se hace" o "hay que compartir" Pero si algo tienen en común esos clásicos es que se tiene fe absoluta en ellos, así que se dicen sin pensar, se dan por hecho sin someterlos a juicio, se usan sin saber qué significan. Son las cosas que son así, y punto. Se puede criar y educar con ellos sin tener que hacer el menor esfuerzo de reflexión ni de revisión de planteamientos. Son útiles. Son el camino fácil.

Pero, por una vez, demos un paseo por el otro camino, el de pensar. Cuando decimos que los niños necesitan límites, ¿sabemos qué queremos decir con eso? ¿Sabemos de qué hablamos cuando hablamos de límites?

El Diccionario de la Lengua Española de la R.A.E. define límite como, entre otras cosas, extremo que pueden alcanzar lo físico y lo anímico. Los límites son lo que en modo alguno se puede sobrepasar, el punto en el que resulta imposible ir más allá. Parece, pues, que al decir que los niños necesitan límites estuviéramos olvidando que todos tenemos límites y que eso no depende de que nadie nos los ponga. Simplemente los tenemos, lo queramos o no. El ser humano nace con los límites inherentes a su propia especie: necesita contacto, aire y alimento, y realizar determinadas funciones corporales para sobrevivir. Otros límites proceden de su entorno físico: está sometido a la ley de la gravedad, por ejemplo. A lo largo de su vida va acumulando límites como consecuencia de sus propias experiencias y traumas (miedos, fobias...), o de posibles enfermedades o malformaciones o accidentes, de las barreras arquitectónicas, etc. Todos, niños y adultos, tenemos además límites personales: el límite de nuestra paciencia, de nuestra resistencia física, de nuestra ética, de nuestro pudor... Todo ser humano, todo ser vivo en realidad, tiene límites que forman parte de su ser y los necesita para relacionarse con
el mundo, para dar forma concreta a su existencia y dotarla de una realidad tangible, para recibir la influencia de su entorno y viceversa. un ser humano sin límites físicos no existiría, un ser humano sin límites morales enloquecería. Los límites son parte de nosotros.

Pero no es eso lo que queremos decir con que los niños necesitan límites. Más bien hablamos de limitaciones. Nos dice el diccionario que limitar es fijar la extensión que pueden tener la autoridad o los derechos y facultades de alguien. Pues si los niños necesitan limitaciones ya las tienen, y de sobra. Los niños actualmente, en nuestra sociedad occidental, son las personas más limitadas del mundo. Dudo mucho que haya nadie que cargue con más limitaciones que ellos, tal vez sólo las mujeres en algunas culturas. Es cierto que los niños lo tienen todo ahora, todas las comodidades, todas sus necesidades materiales y de ocio cubiertas, todos sus derechos protegidos, pero no tienen la menor libertad. Los niños no pueden decidir: no deciden dónde quieren vivir, ni cómo, ni qué tipo de educación recibir, ni a qué colegio acudir, en la mayoría de los casos no deciden qué ropa ponerse ni qué comer, no deciden sus horarios, no pueden ir a ninguna parte sin ser acompañados y vigilados. Es necesario por su seguridad, tal vez, dejaremos ese debate al margen de momento. Pero aun en ese caso, ello no quita que reconozcamos su situación de extraordinaria limitación.

¿Qué nos hace entonces repetir una y otra vez que los niños necesitan límites?
Me inclino a pensar que lo que queremos decir es sencillamente que los niños han de aprender a ser respetuosos con los demás y a cumplir las normas de convivencia, y que han de conocer, comprender y aceptar las consecuencias de sus actos.

Y en eso estamos todos de acuerdo. Sin embargo, las familias que criamos a nuestros hijos con apego encontramos muchas veces miradas de reprobación, cuando no críticas directas, por no "ponerles límites". Nos quieren decir con esto: por dejarlos decidir. Por darles libertad, o mejor dicho, por no quitarles la libertad de seguir sus deseos.

El debate es de orden moral, o filosófico: ¿qué es para mí el ser humano? Es un antiguo dilema: ¿Hobbes o Rousseau? ¿Es el hombre un lobo para el hombre, o es bueno por naturaleza pero la sociedad y la educación lo pervierten? Si creemos, si insistimos tanto en que el niño necesita límites ha de ser porque pensamos que el ser humano tiende de forma natural a la maldad, y que no se puede ser bueno ni tener un comportamiento adecuado si no es a base de restricción, represión, negación. Hacer lo que uno quiera está mal porque sí y por principio. No se puede dejar al niño hacer lo que quiera porque lo que quiera será necesariamente malo. En esto se basa el sistema patriarcal adictivo, que castiga el deseo y premia la obediencia, en la amargura inconsciente de nuestra propia auto-represión que nos hace intolerable ver cómo
otro sigue su deseo sin límites, precisamente, cómo otro tiene lo que hemos perdido nosotros.

Y esto es, precisamente, lo que la crianza con apego contradice y desafía. Porque al criar de esta forma a nuestros hijos estamos creyendo en su bondad innata y natural, de forma que tal vez ellos acaben confiando en ella también, en la suya propia y en la de los demás.

A menudo identificamos límites con normas, y falta de límites con falta de atención y cuidado, con negligencia. Hemos oído decir que el niño necesita los límites y normas como marco referencial. A menudo en el caso de niños abandonados o maltratados nos dicen los expertos que ellos mismos los piden porque los necesitan. No nos cabe duda de que los niños física o afectivamente abandonados agradezcan que un adulto los tenga en cuenta lo suficiente como para imponerles un límite, o una norma, y que le importe si se atienen a él o si la cumplen. En estados graves de abandono emocional puede ser que el niño no sepa que nos importa, luego que importa como ser humano, si no es porque nos importa que cumpla la norma o respete el límite, y que nos importa lo suficiente como para imponerle consecuencias. Pero no son la norma ni el límite lo que les da seguridad y confianza, es la atención prestada, es el simple hecho de tenerlos en cuenta, de merecer ese tiempo dedicado.

No confundamos: criar con apego no es criar sin normas, ni sin límites, si así los entendemos. Es enseñar a entender y respetar las normas pero, ante todo, a entendernos y respetarnos a nosotros mismos y a los demás. Es no poner la norma por delante del niño, no dar nunca más valor a la norma que al niño. No creer que el niño aprenda a ser respetuoso a base de cumplir las normas de forma automática y porque sí, sino que él mismo las cumplirá cuando por sí mismo comprenda que los demás merecen el mismo respeto que le hemos otorgado a él a lo largo de toda su vida. Es concebir las normas como herramientas para facilitar nuestras relaciones con los demás, nuestra vida en sociedad, y no como medios para hacer entender a nuestros hijos que nos importan.

Es ayudar al niño a saber que existen normas, a conocerlas y a comprender el sentido que tienen: que no es la norma la que tiene valor por sí misma, sino el compromiso que todos adquirimos de cumplirla y la confianza que por eso depositamos en ella. Es no poner el acento en los límites, sino ayudar al niño a que construya los suyos propios y reconozca y respete los nuestros. Es no convertir la crianza en una guerra de voluntades. Es distinguir las verdaderas consecuencias de nuestros actos del premio y el castigo arbitrariamente impuestos de manera artificial. No es no poner normas: es no supeditar la empa-tía, la comprensión y la aceptación del otro al cumplimiento de la norma, y exigir siempre primero que la norma respete a la persona.

martes, 29 de septiembre de 2009

Una reflexión sobre el panorama educativo actual y la crianza con apego

Pensar por un lado en el modelo educativo real que en la actualidad impera en España y, por otro, en la crianza con apego, resulta totalmente antagónico. Es cierto que en los planes de estudios de las facultades de Ciencias de la Educación de todo el país figuran los nombres de Jean Piaget o John Bowlby como puntales básicos de referencia para cualquier maestro a la hora de diseñar su actuación en el aula. Es también cierto que los estudiantes de Magisterio deben conocer sus teorías sobre el desarrollo psicológico del niño, sobre el apego, sobre la indivisible relación entre el plano emocional y el intelectual (si es que tan siquiera pueden concebirse como áreas separadas dentro de la integridad que supone un individuo), sobre la necesidad de experimentación real que tienen los niños para realizar cualquier aprendizaje, sobre la necesidad de respetar los ritmos individuales de desarrollo y actividad para conseguir un progreso armonioso y significativo... y podría seguir citando durante páginas y páginas.

Me pregunto por qué después, en la práctica, en la vida real de la muy grande mayoría de colegios, escuelas e institutos españoles, todos esos conocimientos adquiridos en la facultad se convierten en una única premisa, que viene a rezar más o menos así: "todos los niños de una misma edad tienen que hacer la misma ficha en el mismo momento, tardando la misma cantidad de tiempo, con el mismo resultado y sin molestar al profesor"" No voy a entrar a discutir la validez de dicha premisa porque no es el tema de esta reflexión, pero sí voy a explicar cuál es el método más utilizado y aceptado para conseguirlo, que sí tiene que ver con el tema de esta reflexión, y es la eliminación de las diferencias individuales, que se alcanza normalmente forzando las etapas del desarrollo de cada niño y aplicando un sistema de disciplina rígido basado en la técnica del castigo y la recompensa. Aspectos, todos, que poco o nada tienen que ver con una crianza o educación entendidas con apego y respeto.

El sistema educativo actual está diseñado para conseguir resultados muy concretos en períodos de tiempo excesivamente delimitados y cortos. Y con "resultados muy concretos" me estoy refiriendo al almacenaje memorístico de contenidos y automatización de procedimientos de cálculo, básicamente. Esto se viene a traducir, en la práctica, en la necesidad de controlar en todo momento la actividad del niño y sus aprendizajes, lo que resulta en un escaso o nulo interés por sus procesos y necesidades emocionales, sus características e intereses personales, y por supuesto, en la ausencia total de empatía. Lo que, unido al ya citado
método de castigo-recompensa hacen de la enseñanza en este país algo por completo contrario a la crianza con apego.

En este sentido, el primer obstáculo que los niños, a la tiernísima edad de 3 años -algunos todavía 2- tienen que salvar para integrarse en el nuevo mundo de la Escuela, es la adaptación. Éste es un momento crucial que debería ser cuidado hasta el más mínimo detalle y sin escatimar esfuerzos, puesto que dejará impronta en los sentimientos del pequeño. La manera cómo se desarrolle este primer aterrizaje en el ambiente educativo probablemente determine, o cuando menos impregne, toda su experiencia académica y la actitud que despliegue hacia ella. Por suerte, parece ser que ahora se ha puesto de moda el ya popular período de adaptación, y en muchos centros se flexibiliza, en mayor o menor grado, la entrada al colegio de los más pequeños. Pero asimismo hay un elevado número de instituciones que siguen sin realizar ningún tipo de ajuste en este aspecto.

Esa forma despiadada de recibir a los niños en su primer día de escuela -el primer día de escuela de toda su vida, seamos conscientes de ello- que tienen tantos colegios y que consiste en entrar "a lo bruto"" sin preparación previa, cada uno hasta su aula, sin compañía de ningún tipo más que una maestra o maestro al que no habían visto nunca hasta entonces, ya no es que sea cruel, es que a mis ojos es un maltrato en toda regla. Una falta total de respeto y consideración por sus sentimientos y necesidades. Y casi peor es el hecho de que muchos adultos hacemos mofa de ello, nos reímos comentando lo mucho que fulanito o menganito lloró durante sus primeras semanas de escolarización, nos parece gracioso, tierno, poco importante, normal... No es normal, el llanto de un niño es una reacción natural que se produce ante una situación adversa, estresante o dolorosa, y tiene como finalidad captar la atención de un adulto que pueda poner remedio o fin a esa situación que le ha causado malestar. Es por ello que cuando estamos haciendo caso omiso al llanto de un escolar que quiere volver con su familia o que se siente abandonado en un ambiente totalmente nuevo y desconocido, estamos desatendiendo sus necesidades, estamos tratándole mal, estamos maltratándole. No le infligimos daño físico, pero ignoramos y minusvaloramos su dolor emocional, tan real como el físico y mucho más traumático.

Si queremos conseguir una adaptación feliz y plena de un niño o niña de 2, 3, 4, o los años que tenga, lo primero que debemos tener en cuenta es que para sentirse seguro en un nuevo ambiente va a necesitar explorarlo hasta hacerlo suyo acompañado de una de sus figuras de apego, va a necesitar convertir a los adultos que pueblen ese nuevo espacio en nuevas figuras de apego, y va a necesitar conocer y entablar sus propias relaciones con los otros niños y niñas que van a compartir ese espacio con él. Para cada niño, esto tomará tiempos y acciones muy diferentes. Algunos -los menos- querrán quedarse solos el primer día, otros no querrán hacerlo hasta pasado un mes, otros sólo resistirán pasar una hora diaria dentro del centro escolar, otros se quedarán encantados durante 2 ó 3 horas, los habrá que prefieran observarlo todo de la mano de su acompañante y sólo decidirse a tocar algo después de un rato largo de observación, otros entrarán en el aula como un terremoto dispuestos a explorarlo todo con sus propias manos desde un principio...

¿Y cuál es la receta perfecta para todo esto? ¿cuál es la forma concreta más indicada de organizar un período de adaptación exitoso? Sinceramente, no creo que la haya... no creo que se pueda programar un horario y un número de niños escalonado para cada día con el fin de alargar artificial y rígidamente los tiempos de estancia en el aula y así adaptar a los niños progresivamente, como se hace en la mayoría de colegios. Mi apuesta es respetar completamente los ritmos de cada uno. Completamente. Dejar que cada alumno llegue al colegio a la hora que desee, acompañado por quien necesite y se quede el tiempo que le apetezca.
Puede parecer que en tal caso la escuela sería un caos. Créanme, la escuela, durante los primeros días, es un caos de cualquiera de las maneras.

Puede parecer también que de esa manera los niños se acostumbrarían a estar en el aula con sus padres y nunca llegaría el momento en que aceptasen quedarse solos. No es cierto, con la confianza que les da la presencia de un ser querido que les aporta seguridad, poco a poco irán estableciendo lazos sólidos con los maestros, que se van convirtiendo ellos mismos en figuras de apego y seguridad, de modo que los pequeños ya no requieren de la presencia de sus padres para sentirse seguros. Otra cuestión es ya la incompatibilidad de horarios entre el colegio y el trabajo de los padres. Pero tampoco eso justifica la poca flexibilidad con que se trata este período crucial, ni le resta importancia. Siempre se pueden encontrar soluciones alternativas como modificar los horarios de clase durante los primeros días, buscar a un abuelo, tío o familiar desocupado que pueda hacer la adaptación con el pequeño, ajustar el período vacacional de los padres para que coincida con el comienzo del curso...

Hay casos en que parece que la adaptación se está desarrollando satisfactoriamente porque el niño no llora al ir al colegio, no dice que no quiere ir, se lleva bien con los compañeros y los maestros aseguran que se lo pasa muy bien en clase y su comportamiento es modélico. Sin embargo, si ese niño comienza a presentar cualquier tipo de regresión o cambio en su vida diaria, coincidente en el tiempo con la entrada en la escuela (regresión en el control de esfínteres, alteraciones en los ritmos de sueño, alimentación, ansiedad, pesadillas, cambios en su actitud, etc.), suele ser síntoma de que algo en esa adaptación no está discurriendo como debería, y en tal caso lo más aconsejable sería retomar la flexi-bilización, o ponerla en práctica si es que no la hubiese habido. Tengamos siempre presente que la transición que los niños hacen de la familia a la escuela es un paso importantísimo en su vida, y que se trata de un cambio drástico y un proceso en alto grado artificial, para el cual no suelen estar naturalmente preparados a edades tan tempranas. Nunca restemos importancia al sufrimiento de un niño que no quiere ir al colegio, porque su dolor, su estrés y su ansiedad son reales y, como seres indefensos que son, no disponen de las mismas armas que un adulto tiene a su alcance para lidiar con ellos.

Desde el punto de vista del maestro que pretende tratar con apego a sus alumnos, creo que la herramienta básica a utilizar es la empatía. Una persona que no sea capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender y respetar los sentimientos de los demás, nunca podrá llegar a ejercer la educación con apego. A mi modo de ver, nunca será un buen maestro. Si se es incapaz de sentir lo que sienten los alumnos, de comprenderles, no se puede respetarles. El día a día de un maestro está lleno de situaciones estresantes y de momentos de presión, y si no se tiene claro que lo más importante, lo principal, es el equilibrio emocional y el crecimiento personal del alumno, se puede perder el norte muy fácilmente, y caer en la fatal rutina del continuo enfado, los castigos, los gritos y el mal humor.Y no hace falta explicar el efecto que esto produce en las emociones de los pequeños; el miedo, la presión, el descontento y la desazón que les infunde.

Para evitar esto, hay que sufrir un proceso de cambio y descubrimiento personal que nos permita comprender que el objetivo final de la educación no es la acumulación gratuita de saberes, sino el crecimiento de las personas, el enriquecimiento del individuo. Darse cuenta de que el verdadero motor de la educación está en cada uno, y que la tarea del maestro es ayudarle a descubrirlo y proporcionar multitud de experiencias, materiales y situaciones a través de las cuáles el alumno pueda encontrarse con sus posibilidades y, a su ritmo, desarrollarlas. Todo esto no puede hacerse si no es desde el más absoluto respeto por cada uno, desde la libertad del niño para moverse según su propia brújula interior, desde la consciencia de que un niño no es un adulto en construcción sino una persona entera, con su complejidad emocional e intelectual, a la que tratar con el mismo o más respeto que a un igual. Si no gritamos, agredimos, faltamos al respeto, insultamos, menospreciamos, castigamos, reñimos, humillamos, etc. a nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares... tampoco debemos hacerlo a nuestros niños, sean hijos, alumnos, sobrinos, nietos o vecinos. Además de no ser ético, es un abuso.

La educación no consiste -o no debería consistir- en dar una serie de órdenes que el alumno ha de acatar para aprender y convertirse en un adulto de provecho, sino en descubrir quién es y qué necesita, y así poder poner a su disposición los medios más oportunos para satisfacer esas necesidades y alimentar sus intereses.

Para conseguir establecer una relación de apego con el alumno, que le permita confiar en nosotros y aceptarnos en su mundo interior, el punto más básico e importante es la disponibilidad. Mostrarse siempre disponible y cercano para sus requerimientos; reservar cada día un momento, por pequeño que sea, de exclusividad con cada niño, hacer posible el contacto físico si lo necesitan, prestar atención a lo que dicen, bajar a su altura para romper esa barrera que los separa de nosotros por estatura y edad, y sobre todo respetar sus decisiones y tomarlos en serio. No imponer una serie de actividades uniformes, sino dejarles libertad para elegir entre multitud de materiales adecuados y estructurados de los que se puedan servir para avanzar en su desarrollo. Confiar en sus capacidades y aptitudes. Tener en cuenta las características del pensamiento del niño en cada etapa, sus posibilidades reales, y nunca pedirles algo que sabemos que no serán capaces de hacer, porque un fracaso no constituye ningún estímulo positivo para su proceso educativo.

Y para que la libertad dentro de la escuela funcione, se hace necesario el establecimiento de una serie de normas fijas que todos, alumnos y maestros, tendremos que cumplir, y que tienen que poseer pleno significado para ellos. Lo que sólo se puede conseguir si esas normas se establecen y consensúan entre todos. Uno tiende a pensar que si se deja a los niños poner los límites a su propia actividad, se convertirán en salvajes y no querrán acatar ninguna norma; pero esto no es así... un grupo de niños que se sienten respetados y libres para seguir el desarrollo dictado por su propio reloj interior -y créanme que lo tienen igual para el aprendizaje de la lectoescritura como para alcanzar logros motores tan filogenéticos y propios de la especie como la bi-pedestación- sienten la necesidad de establecer una serie de normas que les permitan actuar eficazmente sin interferir en los procesos de los demás. Y lo que es mejor, esas normas nacen de la experiencia, de la resolución de conflictos que inevitablemente surgen en el día a día de la convivencia en una escuela, de la interiorización de situaciones que han supuesto un problema y que se han superado con éxito. Lo que quiere decir que son normas comprendidas y asumidas por todos como propias. Una norma que parte de la experiencia es aceptada y cumplida con tal convicción que no suele ser necesaria la intervención de ningún adulto para velar por su cumplimiento.

Y ya por último me queda hablar de los castigos y las recompensas. Existe la creencia de que los castigos son necesarios para moldear el comportamiento de los niños y jóvenes, que no se puede aprender a obrar bien si no se castigan las malas acciones y se premian las buenas. No creo que esto sea cierto. Un niño que es castigado aprende a no hacer determinadas cosas para no ser castigado, pero no tiene por qué necesariamente alcanzar la comprensión de lo
inconveniente de tales acciones, con lo cual su integración mental de la realidad se ve alterada, la relación causa-efecto se trastoca de manera artificial. Lo mismo ocurre con los premios, los niños aprenden a hacer ciertas cosas porque les premiamos por ellas, no porque conozcan los beneficios que llevan asociadas, y eso, desde mi punto de vista, es un aprendizaje deficiente.

Además de esto, no hay duda de que el castigo conlleva siempre la humillación, el abuso y el sometimiento, que no son compatibles con lo que llamamos una educación o crianza con apego o respeto y, volvemos a lo mismo, son una forma más de maltrato. Si no castigamos a otros adultos, no deberíamos castigar a los niños. Recordemos que no son de nuestra posesión, solamente están bajo nuestra custodia hasta que puedan custodiarse a sí mismos. No nos pertenecen, no tenemos derecho a hacerles daño, a castigarles, a provocarles sufrimiento. En cambio sí tenemos la obligación de dar lo mejor de nosotros mismos para acompañarles en su crecimiento, y, de verdad, es algo maravilloso si sabemos apreciarlo.

De "kdds" y otros encuentros

Recuerdo mi primera"kedada" y mis temores de entonces: no conocer a nadie, no saber de qué hablar, no saber si iba a encajar, no conocer el lugar...

Y eso que no soy tímida. Pero me imponía mucho el llegar de repente ante un grupo de desconocidas y decir: Hola, soy Claudia y soy mamá de "Criar"... Como en un grupo de "bebéadictos anónimos", vamos.

Pero fue más simple que eso. Era como ser marciana en la tierra, estar fuera de la "onda" del mundo terrenal y de repente encontrar un grupo de gente verde iguali-ta que yo. La primera sensación es de extrañeza: ver un grupo de locas felices y sentir que perteneces a él; que has encontrado tu lugar. Pues así, de la mano de otra amiga y con los hijitos en la mochila me lancé al éxito. El primer momento fue un poco raro... No conocía a ninguna pero algunos "nicks" me sonaban. De repente, en cinco minutos de ir charlando ya éramos todas amigas, como si nos cono-
De "kdds"
y otros encuentros
ciéramos de toda la vida. Seguramente el patito feo del cuento tuvo el mismo sentimiento cuando conoció a los cisnes hermanos...

Me integré inmediatamente y entonces fueron más días en el calendario, más "kedadas" y más reuniones. Un día comenté que se acercaba el cumple de la pequeña de mis hijas, pero que no haríamos ninguna fiesta porque no teníamos un duro. Entonces, mis amigas-ma-más organizaron un súper cumple y aparecieron en casa, ¡cada una con un platillo preparado según su especialidad, tartas, pastelitos, globos... velas y todo! E hicimos una hermosa fiesta festejando además el cumple de otros dos niños nacidos el mismo mes. Desde entonces, mi casa es de puertas abiertas y lugar de muchos encuentros.

Cuando terminan estas fiestas, las mamás me dan las gracias por haber sido la anfitriona... pero siento que la que debe dar las gracias soy yo. Soy yo la que tengo que agradecer por esa compañía tan sana, por tantas risas, por ver crecer a sus hijitos, por tantas cosas ricas, por los consejos sabios, por el abrazo amigo y la palabra sincera. Creo firmemente en la existencia de esas redes que todas las madres necesitan para criar con el corazón. Ésta es mi red.

Ahora, cuando pienso en "mis amigas", son estas mujeres las que llenan el espacio. Puede sonar a tópico, pero con ellas aprendo, río con las ocurrencias de sus hijos, soy feliz con sus alegrías, lloro con sus tristezas y me siento acompañada en esta aventura de criar y crecer como mamá. Pero sobre todo, me siento apoyada, protegida y querida.

Desde aquí y con estas pocas líneas quiero agradecerles esos encuentros y decirles que espero con ansias el momento de volverlas a ver.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Alternativas a los castigos

MUCHOS PADRES Y MADRES de nuestra generación nos hemos encontrado con un problema importante a la hora de criar a nuestros hijos: nos faltan referentes.

La educación que nos dieron nuestros padres está demasiado envuelta en los constructos teóricos de la psicología clásica del aprendizaje y su marco cognitivo-conductual y lo que vemos y leemos a nuestro alrededor suele ser más de lo mismo: se nos propone una educación basada en la prepotencia del adulto, en las órdenes, en el castigo, la amenaza, la evaluación y la recompensa.

Fundamentalmente se trata de un tipo de crianza en el que se pretende conseguir que los niños "hagan lo que nosotros queremos", y eso, de conseguirse, se considera un éxito. Pero ¿sabemos bien lo que queremos? ¿Tenemos claro lo que estamos pidiendo a nuestros hijos o simplemente nos estamos dejando llevar por la inercia de los esquemas que llevamos dentro? ¿Qué es un niño "bien educado"? Y sobre todo, ¿qué es un niño feliz?

Somos muchos los que, en nuestro día a día, sentimos que somos como los policías de nuestros hijos, pasamos el día con el "no" en la boca y con una sensación de tensión permanente, de tener que estar vigilantes a su correcto desarrollo, diciendo lo que se puede y lo que no se puede, pensando y decidiendo por ellos constantemente, castigo en mano acechando.

Sentimos que algo no va bien, que deberíamos disfrutar más los unos de los otros, estar más relajados como padres... tenemos la sensación compartida de que "los primeros años son muy difíciles" "no hay tiempo para nada" "no sé como lo hizo mi madre que tuvo a cinco". pero no sabemos cómo enfocar nuestra paternidad de otra manera. Por un lado no queremos ser extremadamente autoritarios (¡los ciudadanos del siglo XXI no somos autoritarios!), pero, por otro, sentimos a un nivel muy profundo que si no "ejercemos" constantemente nuestra autoridad, si no estamos "encima" de nuestros hijos las 24 horas del día interviniendo y dirigiéndoles en sus rutinas ("venga hay que levantarse para no llegar tarde" "esto se abrocha así"), sus acciones ("no te manches con las témperas"), sus pensamientos ("debería gustarte este abrigo nuevo") y hasta sus emociones ("al hermanito hay que quererlo"), vamos a perder el control.

¿Cómo resolver este dilema? ¿Cómo evolucionar respecto a la educación y los esquemas recibidos y ya incorporados? En casi cuarenta años la sociedad ha evolucionado increíblemente y por supuesto nosotros con ella. El concepto de familia no es el mismo, tampoco lo es el de las relaciones hombre-mujer. La revolución de las mujeres está ya en marcha pero, ¿y la revolución de los niños? Igualmente necesario es que se opere un cambio de mentalidades respecto a la crianza y, sobre todo, respecto a los derechos de nuestros hijos. No sólo a gran escala sino a nivel cotidiano. Si ya no nos relacionamos con nuestra pareja con gritos ni chantajes, si hemos aprendido a comunicarnos en situaciones de conflicto, a hablar de sexo, a aceptar nuevas y diversas estructuras familiares, ¿por qué seguimos relacionándonos con nuestros hijos de una manera tan poco coherente con lo que somos y lo que queremos ser, con lo que hemos aprendido y lo que llevamos a la práctica en otros ámbitos de nuestras vidas? Buscamos dentro de nosotros mismos y encontramos algunas ideas, pero a la hora de llevarlas a la práctica nos faltan herramientas y acabamos cayendo en los esquemas que llevamos dentro, sobre todo en los momentos de mayor tensión o cansancio ("vete a tu cuarto", "como no termines ya la cena quitamos la tele", "¡no tires el abrigo al suelo!").

Este tema se llama "alternativas a los castigos" pero, en realidad, hablaremos de una alternativa edu cativa global. Porque el castigo es y representa el tramo final de toda una serie de despropósitos educativos. Para poder hablar de alternativas, hay que sentar las bases desde mucho antes de que el castigo, la amenaza o la sanción tengan lugar. Analizaremos de la forma más práctica posible estos fundamentos y veremos qué planteamientos alternativos existen para llevarnos por otro camino en la educación de nuestros hijos. Desde esta nueva perspectiva, las palabras castigo, refuerzo, chantaje, pierden todo su significado pero, lo que es más importante, cobran significado otras formas de relación mucho más gratificantes para todos los miembros de la familia: nosotros ganamos en la convivencia mientras nuestros hijos ganan en autoestima.

sábado, 26 de septiembre de 2009

El apego hacia nuestros hijos se manifiesta en sus juegos

Las relaciones de apego se fun- se relacionan el juego de calidad damentan, sobre todo, en la con- y el apego, así que voy a dar por fianza y el respeto hacia las cosas hecho que estamos todos en la
que para el otro son necesarias o misma línea y que, en la medida importantes. Comienzo puntua- de nuestras posibilidades, inten lizando esto porque es la base tamos llevar a cabo una crianza para comprender la forma en que respetuosa.

Partiendo de esta base, el juego se convierte en una herramienta que refuerza nuestros vínculos afectivos con los niños porque en realidad, sus juegos son en buena medida el fruto y también el reflejo de la forma en que les criamos.

El juego es, entre muchas otras cosas, un sutil lenguaje de comunicación que comienza a muy temprana edad, basta con que observes a un bebé de pocos meses para percibirlo: ¿Te has dado cuenta de su concentración y su sorpresa al mirarse las manos por primera vez? ¿Te has percatado de cuánto se ha esforzado hasta lograr que sus dos manos choquen una contra otra? ¿Has visto lo feliz que es al lograr llevarse el pie a la boca? Todos esos movimientos son los primeros juegos de un ser humano, durante los primeros meses de vida el descubrimiento de nuestro propio cuerpo y del espacio que nos rodea son nuestro juego principal.

Más tarde, en cuanto el bebé es capaz de desplazarse por sí mismo, empieza el juego exploratorio que nos dará entrada libre a disfrutar de un repertorio interminable de movimientos armoniosos, perfectos. Ante nosotros tenemos un derroche de elasticidad, un explorador incansable, sin miedo al fracaso o al ridículo, capaz de repetir un mismo movimiento una y otra y otra vez hasta lograr entrar, subir, bajar, trepar, estirar y coger cosas. un ser pequeñito que mira con detenimiento y concentración los objetos y los analiza: ¿Hace ruido?, ¿raspa?, ¿es liso?, ¿pesa?...

Y llega un momento en que por sí mismo, sin ayuda de nadie, nuestro pequeño gateador se pone de pie y se lanza a caminar. Todos los desplazamientos que hacía gateando ahora los hace de pie y además transporta cosas de un lado a otro. Se muestra feliz y satisfecho de haber conquistado una nueva perspectiva y al mismo tiempo prueba incansablemente posturas; da vueltas, se pone de cuclillas con la espalda recta y la planta del pie completamente enganchada al suelo, recoge una cosa, nos la trae y continúa explorando.

¿Cómo podemos reforzar nuestro vínculo de apego a través del juego en esos primeros meses? Por supuesto, la presencia de un adulto sereno, paciente y cariñoso es el principal componente para que los bebés comiencen a disfrutar de sus movimientos y de su entorno. Es a partir de la madre o cuidadora que el pequeño comienza a explorar y lo ideal es que el adulto esté al mismo nivel que el bebé, en el suelo. Hay que buscar esos momentos por poco tiempo que se tenga, hacer contacto con el suelo nos relaja a nosotros y por lo tanto relaja también al bebé. Sí, ya sé que no es fácil encontrar el momento de sentarse para acompañar y observar pero para un bebé, estar en el suelo y practicar sus primeros movimientos es tan necesario como comer, dormir o recibir contacto físico y por eso no solamente debe poder hacerlo, además, quienes le acompañen deben comprender la importancia de comenzar a explorar el mundo partiendo de la base más segura.

Cuando los pequeños se desplazan por sí solos, comienzan a explorar ya no sólo su propio cuerpo y el entorno, también disfrutan de los objetos y jugando descubren que el mundo es bonito e interesante y que, incluso, algunos materiales ayudan a comprenderlo mejor.

Hace unos cuantos meses, mi hijo pasó una buena temporada desarrollando un juego. Comenzó por vaciar el cajón de las cacerolas y para él era importante que no quedara ni una, las tapaba y las destapaba una por una e intentaba intercambiar las tapas, estuvo así al menos 1 semana. Después descubrió el mueble donde guardamos las patatas y entonces el juego era poner una patata dentro de cada cacerola y finalmente tapaba todos los recipientes.
Era evidente que el niño mostraba un clarísimo interés por transportar objetos, relacionar formas, medidas y encajar.

Ninguno de los adultos que habitualmente estamos con Pau le ofrecimos las cacerolas como elemento exploratorio. El niño estaba atendiendo a un llamado interno que le indicaba que ése era el juego que necesitaba. En casa no representó ningún problema que las cacerolas donde habitualmen-te cocinamos fueran al suelo, pero si hubiéramos tenido algún inconveniente, lo que tendríamos que haber hecho era buscar materiales o juguetes que le permitieran llevar a cabo la misma actividad.

Era un disfrute ver a Pau tan concentrado, me impresionó mucho el tiempo que dedicó a intentar
poner tapas pequeñas en cacerolas grandes y viceversa. Miraba la tapa por todos lados intentando comprender por qué no encajaba. Un día dejó de probarlo y ponía cada tapa donde tocaba, había comprendido -¡por sí solo!- que por mucho que intentara poner una tapa pequeña a una cacerola grande no conseguiría que encajara. ¡Genial!

Conforme los niños van creciendo sus recursos, curiosidad y capacidad de juego son cada vez más grandes y si cuentan con el espacio, personas y material adecuado bailan, pintan, trepan, corren, montan cabañas, hacen obras de teatro y por supuesto, imitan el mundo de los adultos, pero, ¿cómo podemos saber si las actividades de nuestros niños son realmente un juego? He aquí algunas reflexiones de expertos en el tema que personalmente, me han servido de referencia.
Cuando un niño está jugando olvida el mundo real y se transporta al mundo juego en el que con mucha facilidad se desvelan aspectos fundamentales de la educación y la crianza. En el mundo juego se puede enviar a la silla de pensar igual que lo hace la señorita del colegio, también se puede hacer comer a las muñecas hasta que no queda ni una pizca en el plato, incluso se puede matar a los malos, igual que en la serie de dibujos animados. Si somos capaces de quedarnos quietos y observamos la dinámica en la que el niño está inmerso, podremos, cuando acabe de jugar o incluso unos días más tarde, preguntarle su opinión y darle la nuestra sobre los castigos, la violencia o incluso la muerte.

Sí, el juego puede ser una excelente herramienta para descubrir de una forma "sencilla" los sentimientos y sensaciones más profundos de los niños, sobre todo de los más pequeños. Todas las madres que conozco, yo incluida, solemos preguntar a nuestros hijos ¿qué has hecho hoy en el cole? Los niños casi nunca responden y no porque no quieran, es porque en realidad no se acuerdan o no saben como expresarlo. En cambio, cuando empiezan a jugar lo dicen todo con el cuerpo, la mente y el corazón, tal como afirma López Matallana.

El juego para mí es como la música, un lenguaje universal para el que todos tenemos una predisposición natural, lo que pasa es que nuestra capacidad para jugar de verdad se nos ha quedado soterrada, la hemos perdido entre montones de obligaciones, compromisos, tabúes, complejos y sobre todo, bajo un montón de miedo al ridículo. Cuando los adultos jugamos casi siempre acabamos mostrando un excesivo entusiasmo, evaluamos, comparamos y por supuesto, como somos los que más sabemos, acabamos haciendo de líderes.

Suelo comparar el juego con la música porque cuando los adultos cantamos, bailamos, escuchamos música o tocamos algún instrumento, nos pasa como a los niños cuando juegan, nos transportamos a otro mundo. Y en ese momento, no nos gusta que nos bajen el volumen para decirnos algo, o que de golpe alguien se ponga a cantar la canción a todo pulmón. Estamos tan inmersos en el goce de la música que cualquier interrupción la consideramos una falta de respeto.

El ejemplo de juego y música vale con otras cosas que nos apasionen como hacer deporte, leer o practicar algún hobbie. La idea es que podamos acercarnos un poco a las sensaciones de los niños cuando juegan, sólo así podremos valorar y respetar el juego en su justa medida.
Algunas claves y ejemplos para disfrutar y compartir los momentos de juego:
observar. Sobre todo porque es el único camino que tenemos los adultos para detectar las necesidades de los niños, y también porque es una excelente oportunidad para aprender de ellos.
respetar a la persona que es el niño, su necesidad de jugar y su inagotable capacidad de crear.
no anticiparse. Si tu hijo empieza a levantar una torre y ves claramente que la estructura está mal hecha y no aguantará, no digas nada, te sorprenderá la filosofía y la calma con la que tu hijo se toma el que le caigan las cosas, pero si no es así, probablemente se deba a que aún no está preparado para ese tipo de juego. Si no intervenimos, es muy probable que el niño utilice las piezas para jugar de otra forma o quizá abandone el juego y se dedique a otra cosa. Si nos anticipamos y tratamos de "ayudar", acabaremos haciendo la torre nosotros explicándole al niño paso a paso qué piezas poner primero y cuáles después y aprovecharemos para "enseñarles" a no enfadarse cuando las cosas no nos salen bien a la primera y bla bla bla.

libertad. El siguiente ejemplo vale para bebés y niños más grandes. Cuando un bebé empieza a desplazarse por sí mismo y desaparece de la vista de su madre es porque siente el territorio lo suficientemente seguro para hacerlo, él mismo volverá cuando la necesite. Si el espacio está adecuado para las necesidades de los niños, únicamente hace falta estar mínimamente alerta, no es necesario perseguir a la criatura por toda la casa. Si se va, es porque necesita "perderse de vista".

Confianza. Pero de la auténtica, no como la que nos dan a noso tros en el trabajo, donde se supone que somos "trabajadores de confianza" y resulta que tenemos que pasar una tarjeta que indica la hora a la que llegamos y a la que nos vamos.

si jugamos tenemos que ser uno más, no podemos quitar el protagonismo a los niños porque son ellos los que nos están dando entrada en su mundo, si no somos capaces de asumir el rol de un jugador más, es preferible mantenerse al margen.

No confundirnos y pensar que jugando mucho con nuestros hijos obtendremos una relación de apego; eso sería una trampa, de nada sirve jugar con los niños si lo hacemos sólo con la idea de obtener una mejor relación con ellos. Es más bien al revés, gracias a que conocemos e intentamos satisfacer sus necesidades de desarrollo emocional y afectivo gozamos de una buena relación y eso es lo que ellos manifiestan cuando juegan, con o sin nosotros.

Saber algunas cosas básicas nos ayudará a reconocer el tipo de juego que desarrollan nuestros hijos (libre, estructurado...) y estaremos en posibilidad de ofrecerles materiales y entornos adecuados.

Para los niños, muchas de las labores de las que los adultos estamos aburridos, como lavar platos o ropa, sacar la basura, poner una lavadora, pelar una manzana, cortarla, cocinar, barrer y fregar, también pueden ser un juego.

Finalmente, me gustaría que imaginaras cómo serían tus relaciones si tu pareja, amigos, familiares y jefes respetaran y consideraran importantes tus verdaderas necesidades.
Piensa en las personas con las que te gusta estar, las que te hacen sentir bien y luego analiza qué tienen esas personas que no tengan las otras. Seguramente llegarás a la conclusión de que son aquéllos que te aceptan como eres y que, sin tratar de imponer su propio criterio, religión o creencias, influyen positivamente en tu estado de ánimo y te producen sentimientos de los que te sientes satisfecho y orgulloso.

Retirar el pañal o controlar esfínteres: el huevo o la gallina

El control de esfínteres y la retirada del pañal son conceptos distintos y, sin embargo, en ocasiones, los confundimos. Un niño al que se le retira el pañal sin estar preparado para ello seguirá sin tener el control de esta función aunque nos empeñemos en lo contrario. E incluso puede ser perjudicial. Hay muchos niños a los que, si fuésemos sinceros con nosotros mismos, deberíamos volver a poner el pañal una vez retirado, pues se ve claramente que lo hemos hecho demasiado pronto.

Lo que ocurre es que nos parece un retroceso, asumimos como un fracaso educativo el que nuestros hijos continúen con pañal. Y así, nos empecinamos en seguir adelante, aplaudiendo la mínima señal de continencia. Sin embargo, aunque ya no moje la ropa y el suelo a todas horas, habrá que tener en cuenta otros aspectos. Si un niño se hace pis cuando se ríe, cuando se pone nervioso, cuando se olvida de ir al lavabo, cuando está demasiado concentrado en una actividad quiere decir que no tiene el tema controlado. A los adultos no nos pasa ninguna de esas cosas... simple y sencillamente porque sí controlamos. Así que no confundamos el hecho de que nuestro hijo (y nosotros) pueda andar con cierta dignidad por la calle, sin mancharse ni manchar, con que el control de esfínteres sea una realidad.

Ahora bien... ¿por qué no esperamos a retirar el pañal cuando realmente el niño esté preparado? Al margen de las valoraciones en función de un pretendido éxito o fracaso educativo, que ya hemos apuntado, hay otras posibles explicaciones, y vamos a hablar de ellas.

En primer lugar, existe un consenso casi unánime en que para que los niños controlen esfínteres, hay que enseñarles, y eso se consigue a través de la retirada del pañal. Sin embargo, lo ideal sería hacerlo exactamente al revés: esperar a quitar el pañal cuando el niño esté preparado para ello, es decir, cuando pueda controlar esfínteres por sí mismo. Esta idea, en general, produce cierto temor. Se suele creer que si uno no le retira el pañal al niño, éste nunca llegará a controlarse, y tendrá problemas de incontinencia. Lo cierto es que, a no ser que haya un problema funcional real, ningún adulto tiene problemas con el control de esfínteres. Lo que nos hace sospechar que se trata de un proceso madurativo propio del ser humano, y no un objetivo educativo que las familias o las escuelas deban asumir como propio. Desde este punto de vista, en vez de retirar el pañal y correr con el orinal detrás de nuestros hijos, sería mucho más cómodo para todos (sobre todo para los niños, que no se sentirían presionados ni evaluados) esperar a que el propio niño nos diga que ya no necesita el pañal.

Además de este temor, existe un problema logístico añadido: el inicio de la Educación Infantil. En la mayoría de las escuelas de nuestro país, por no decir en la totalidad de ellas, no se admiten niños con pañal. Sabemos que es un problema real de tiempo y atención para una sola maestra o maestro tener 20 niños a los que cambiar y limpiar, pero habría soluciones intermedias si hubiera verdadera intención, por parte de las instituciones educativas, de encontrar alternativas. Pero la realidad es que no se asumen estas posibilidades porque no es sólo una cuestión de recursos humanos, sino de lo que entendemos que un niño debe o no debe saber a una determinada edad.

Y pensar que todos los niños, a los 3 años (algunos a los 2 años y 9 meses) deben tener controlada esta función corporal es, cuanto menos, una idea difícil de materializar.
La realidad es que cada niño controla esfínteres a una determinada edad, igual que cada niño habla, anda o salta a una determinada edad.

El que se asuma habitual-mente que a partir de los 2 años debemos empezar a retirar el pañal tiene más que ver con la universalización de la educación infantil, que aún sin ser obligatoria se ve como necesaria (ésta es otra historia que ya trataremos) y de las condiciones que ésta nos impone para admitir a nuestros hijos. Así que, si estamos hablando de un proceso madurativo que tarde o temprano llega a su fin, ¿por qué empeñarnos en hacer pasar a los niños por este mal trago? Dejemos a cada niño seguir su ritmo y encontrarse seguro con su cuerpo antes de imponerle una convención social.

viernes, 25 de septiembre de 2009

El contacto físico y el sueño familiar

Desde el punto de vista antropológico, podemos decir que el colecho (dormir en el mismo lecho padres e hijos) es algo normal y natural, parte de nuestra herencia genética. ¿Qué hubiese pasado si en la prehistoria los bebés fuesen apartados para dormir lejos de sus madres, solos? Posiblemente hubiesen sido pasto de los depredadores, o bien podrían haber fallecido sencillamente de hipotermia. Pero este escrito no va a abundar en temas de esta índole, que todos conocemos o hemos oído ya alguna vez.

Muchas veces hemos oído hablar de la importancia del contacto físico en la infancia: llevar a nuestro bebé en brazos, el masaje infantil, tocarles, abrazarles, acariciarles... Hay otro momento en el que el contacto físico cobra gran importancia,y que en muchas ocasiones no es tenido en cuenta.

¿Qué es lo que hace importante el contacto con nuestros hijos e hijas durante el sueño? Pudiera parecer en un principio que el sueño no es más que un momento de descanso, donde desconectar de todo y abandonarse hasta la mañana siguiente.

Sin embargo el dormir junto a nuestros hijos nos ofrece un amplio abanico de beneficios tanto físicos como emocionales, y tanto a los padres como a los bebés y niños.

El hacer del descanso nocturno una experiencia familiar indudablemente nos acerca como individuos, nos ayuda a reconocer las necesidades de nuestros pequeños más prontamente y con más eficacia. Y para ellos, el saber y sentir que sus padres, sus personas de referencia, se encuentran allí cercanos y accesibles, es un factor que contribuye a su propia seguridad, estableciendo la confianza en que sus necesidades se verán satisfechas cuando sea preciso. El sentirse contenido, acompañado, acariciado, sentir el calor y el olor del cuerpo de los padres, el ritmo de su respiración... son sensaciones familiares y cercanas para el niño, que gracias a ellas puede continuar con su descanso de manera segura y confiada.

Es necesario tener en cuenta que dado que el sueño es un proceso evolutivo, y los despertares nocturnos son habituales y naturales, no vamos a esperar que nuestro pequeño se despierte menos... pero sí que lo haga de manera más tranquila, vuelva a dormirse antes, y con menos angustia que si se despertara y se encontrara a oscuras, solo y en silencio. Los sonidos y olores corporales del padre y de la madre, su calor, son su mundo, su referencia, su lugar seguro. Por eso entre un ciclo de sueño y otro, el sentir esa cercanía le ayuda a conciliar el sueño de nuevo en la confianza de que ellos están ahí, siguen ahí.

Los padres que duermen con sus hijos encuentran esta experiencia gratificante desde muchos puntos de vista. El calor del cuerpo de la madre, el olor de su cuerpo, de su leche mientras se está en período de lactancia, el sentir su cercanía, es esencial para el buen descanso del niño. Para los padres, la comodidad de poder atender sus despertares sin salir del dormitorio familiar, y tener la seguridad de que van a despertar enseguida ante sus demandas, produce una sensación de tranquilidad a tener muy en cuenta.

Estando en otra habitación, la madre o el padre deberían primero escuchar al bebé que se despierta, con lo que en muchas ocasiones cuando eso ocurre, el pequeño está totalmente despejado y angustiado por la falta de la persona de referencia. Ir a la otra habitación, sacar al niño de su cuna, ponerlo al pecho o mecerle hasta que vuelve a dormirse, volver a colocarle
con cuidado en su camita, y rogar que no vuelva a despertarse... cosa que con frecuencia vuelve a ocurrir momentos después, ya que ese niño no tiene la seguridad de que va a ser atendido con prontitud, y no desea quedarse solo. Estas rutinas, repetidas durante muchas noches, son las que en ocasiones convencen a los padres de que sus hijos tienen algo así como problemas de sueño.
Por el lado contrario, encontramos el colecho. Cuando el bebé o el niño se despierta, tiene a su madre o padre cerca. Puede ser atendido, tranquilizado y amamantado sin tener que moverse de la cama, sin cambiar de lugar, la mayoría de las veces con tal inmediatez que ni unos ni otros llegan a despertarse completamente. Muchas madres no saben cuántas veces se despierta su hijo por la noche por esta misma razón. No ha de despejarse para oírle o notarle inquieto, no ha de levantarse de la cama para amamantarle, por ejemplo. Y a la hora del descanso familiar esto es muy importante, la calidad y cantidad de sueño de ambos padres y del niño se ve mejorada sensiblemente. Los ritmos respiratorios se acompañan, e incluso se ha investigado acerca de si los mismos microdespertares que se producen debido al contacto con los padres durante el sueño inciden en un menor índice de muerte súbita del lactante.

También en el caso de madres y padres que trabajan fuera de casa, el contacto con sus hijos durante el descanso nocturno es recuperar ese tiempo perdido, esas caricias que las ocupaciones laborales nos arrebatan en ocasiones. La lactancia se ve favorecida, aprovechando los picos de prolactina que se producen durante la noche, y que son aprovechados por el niño para ajustar la producción materna. Y esa "barra libre" se aprovecha hasta el máximo, estando la leche nocturna más cargada de triptófa-no, que ayuda precisamente a conciliar el sueño.

En otro orden de cosas, el sentir el calor del cuerpecito de nuestros hijos, el olor de su pelo, su sonrisa al despertar... todas esas sensaciones son un regalo para los padres, que día tras día sienten como se va estrechando el vínculo que les une a sus pequeños.

El colecho ha de practicarse siguiendo unas medidas básicas de seguridad, pero una vez solventados esos pequeños momentos de organización del sueño familiar... ¿qué mejor regalo puede haber que sentirse cerca unos de otros, sentirse seguros y acompañados? Los juegos matutinos, la sonrisa de nuestros hijos cuando abren los ojos, la sensación de aprovechar el tiempo al máximo con ellos, de bebernos todos los instantes que pasamos juntos. ¿No es un verdadero regalo?

jueves, 24 de septiembre de 2009

Pegar a los niños

  • Paraliza su iniciativa y bloquea su comportamiento.
  • Limita su autonomía.
  • Daña gravemete su autoestima.
  • Ofrece un modelo violento para la resolución de conflictos.
  • Les enseña a ser víctimas.
  • Interfiere en sus procesos de aprendizaje.
  • Les hace sentir rabia, rencor y ganas de alejarse de casa.
  • Impide la comunicación entre padres e hijos.
  • Puede lesionarlos gravemente.
  • Perpetúa la cultura del maltrato en nuestra sociedad.

El llanto y el sueño

Hace más de 20 años en USA un tal Dr. Ferber escribió un libro con un método para dejar llorar al niño poco a poco cada día más y que se durmiera solo (esto es lo que se denomina un método conductista). Pero hay motivos más que justificados para no estar de acuerdo con esto, ya que está científicamente demostrado que el llanto tiene efectos negativos, entre otros los siguientes:

1. Hace que una parte del cerebro (la amígdala), que tiene el control de las emociones, llegue a una situación de estrés extremo, haciendo que el individuo se encuentre en un estado de shock. En ese estado la capacidad de comprensión está muy mermada y no hay posibilidad de que entienda lo que se le está diciendo. Así, el decirle a un bebé que está llorando a moco tendido que le queremos y que volveremos enseguida no sirve para nada.

2. Con el llanto también se produce la alteración de otra parte del cerebro que se encarga del habla. Así, aunque quisiera, un niño no nos puede decir qué le pasa porque no puede hablar (teniendo en cuenta, además, que muchos todavía no saben).

3. En la etapa lactante el desarrollo cerebral está en su auge máximo, así que podemos hacernos una idea de las connotaciones futuras que tendrá para el comportamiento de un cerebro que ha estado en una situación de shock tan impresionante.

4. Se generan una serie de hormonas debido al shock del abandono y del lloro, y precisamente esas hormonas son las que causan el vómito (como cuando hay una repulsa al ver un cadáver o algo similar). o sea que no es que el niño vomite "porque es muy listo" o "un manipulador" y "quiere llamar la atención" sino porque su cuerpo genera una respuesta al maltrato en forma de cóctel de hormonas que le causan un vómito involuntario.

En la sociedad actual, son muchas las personas que hacen pensar a los padres que sus hijos tienen un problema de insomnio porque no les han enseñado a dormir, cosa totalmente incierta, porque el sueño es un proceso evolutivo, y los niños aprenden a caminar, a aceptar los alimentos sólidos y a hablar sin necesidad de obligarles, sólo cuando están preparados.

Mediante un método conductista los niños aprenden (a un precio muy alto) que por más que lloren cuando es de noche nadie les atenderá (muchos llegan incluso a vomitar o tirarse de la cuna) y que sus propios padres no les hacen caso porque les catalogan de manipuladores. No es que aprendan a dormir con el "método", porque todos los niños hasta los 3-4 años tienen breves despertares nocturnos (igual que los adultos los tenemos pero no los recordamos al día siguiente), sino que al saber que nadie irá a atenderlos vuelven a dormirse sin "molestar" a sus papás.

Antes de entrar al cuarto de nuestros hijos cada 15 minutos para decirles que les queremos mucho pero que deben dormirse solos, deberíamos pensar si los adultos somos capaces de dormir si nuestra pareja no está en casa por la noche (teniendo en cuenta además que nosotros somos conscientes de lo que pasa y los niños no); menos aún dejarles que esto dure varios días para ver si se "acostumbran" y comportarnos como un robot autómata ignorándolos (entrando a limpiar si vomitan o diciendo que les queremos pero que se duerman), cuando podemos ofrecerles nuestro amor y compañía. Esto no debería suponer un problema para la familia si todos los miembros de ésta lo consideran algo natural que pasará con el tiempo, y hay múltiples soluciones. Por ejemplo, en Japón los niños suelen dormir en compañía de sus padres hasta los 7 años aproximadamente, y si pasada esa edad tienen un abuelo en casa el chico duerme con él como norma de cortesía para que el anciano no esté solo. Al contrario de lo que pueda parecer, los países donde se practica el colecho (compartir el lecho) tienen tasas más bajas de muerte súbita que en Europa. Los bebés aprenden los patrones de vigilia-sueño y de respiración-pausa mucho mejor si duermen cerca de un adulto, ya que tienden a imitarlos inconscientemente. El colecho debe practicarse de forma segura, para evitar accidentes no deseados.

Si nos ponemos en el lugar de un bebé (que espera amor, comprensión y compasión de sus padres) que recibe rechazo e indiferencia por la noche, deberíamos pararnos a pensar ¿qué les estamos enseñando desde pequeños? ¿a no confiar en que tienen a sus padres cuando tienen miedo, dolor de dientes, malestar....? Luego nos quejaremos de que los adolescentes no confían en sus padres, y no es ni más ni menos que lo que se les está enseñando desde pequeños: a buscarse la vida por sí mismos de la manera más dura, ignorando gran parte de sus necesidades.

Según el Artículo 9° de la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959 "El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación". Ignorar el llanto desesperado de un niño durante unos pocos minutos puede significar para él un abandono, puesto que no entiende el concepto de tiempo y unos minutos pueden parecerle eternos.

Si estás leyendo este artículo quizás te encuentres desesperada porque la falta de sueño empieza a interferir en tu vida cotidiana. Lo recomendable entonces puede ser que leas algunos libros que pueden ayudarte a cambiar algunos hábitos, pero siempre respetando las necesidades de los bebés y niños.

*Dormir sin Lágrimas (Rosa Jové, Editorial Esfera de los Libros) *Bésame Mucho (Carlos González, Editorial Temas de Hoy) *Felices Sueños (Elizabeth Pantley, Editorial Mc GrawHill)
Puede que se tarde más en conseguir dormir sin interrupciones que de otra forma más brusca, pero si está en juego el bienestar de mis hijos, mi buena relación con ellos, el respeto, la confianza... ¿porqué no hacerlo así aunque tardemos unas semanas más en conseguirlo?

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La relación de los niños con la comida.

Muchos niños comienzan a tener "problemas con la comida" alrededor del año y medio-dos años. Los padres y madres dicen que comen menos, que no prueban bocado, que es imposible vivir así con la inmensa actividad que despliegan a estas edades.

En realidad, el hecho de que los niños coman mucho menos a partir del año y medio (menos en comparación con los meses precedentes, se entiende) se debe simplemente a que sus necesidades calóricas son menores (la curva del crecimiento se empieza a ralentizar).

Acostumbrados al bebé glotón, los padres piensan que su hijo se ha vuelto un "mal comedor" cuando lo que en realidad sucede es que la naturaleza sigue su curso. Los padres que comprenden este cambio y no le dan más importancia, son aquellos que aseguran que su hijo come muy bien. Aquellos que piensan que su hijo debe comer lo que ellos consideran que es una
"cantidad normal" (que en realidad no lo es, aseguran que su hijo come fatal. Ambos niños (los de unos padres y los de otros) comen más o menos la misma cantidad. La diferencia está en la vivencia paterna.

En cualquier caso, es mucho más probable que el niño que crece comiendo sin presiones, al alcanzar cierta edad vuelva a recuperar el apetito. mientras que el niño presionado tiene más probabilidades de no recuperarlo (la comida se ha convertido para él en un calvario y una obligación, no en un disfrute de los sentidos).

Pero hay más.
Resulta que estos pequeños empiezan el colegio alrededor de los tres años y. ¡magia! A los pocos meses los profesores nos comentan que allí devoran, mientras que en casa siguen sin probar bocado ¿Qué ocurre? ¿Es que nos toman el pelo? (piensan unos) ¿Es que estoy haciendo algo mal? (piensan otros).

Añadiré otro caso también habitual: niños que comen con normalidad. empiezan el colegio y dejan de comer en casa. ¿Será que la comida del cole es mucho más rica que la de casa?
Carlos González insinúa en su libro "Mi niño no me come" que el hecho de que los niños no coman en casa y sí lo hagan en el colegio o en casa de los abuelos, se debe fundamentalmente a que en casa tienen la confianza necesaria (pese a ser presionados, en muchos casos) como para poder decir "mira, esto no lo quiero" o "no tengo hambre" haciendo caso a los dictados y necesidades de su propio cuerpo. Sería una especie de prueba de apego superada: si nuestro hijo se atreve a manifestar su rechazo hacia nuestra comida con total tranquilidad, es porque sabe que nuestro amor está por encima de eso. Fuera de su entorno, digamos que "tiene que hacer el papel" A Carlos González no le falta razón: todos somos mucho más modosi-tos fuera de casa (en el trabajo o en casa de determinados familiares) que dentro.

Además de todo esto, añado una observación que me parece fundamental y que es la que ha inspirado este artículo: en el colegio y en la guardería utilizan métodos para obligar a comer a los niños, que son muy poco recomendables ("si no terminas te quedas sin recreo" "el que no se coma todo se va a casa con una nota para sus padres" " va a venir el director" "te vamos a llevar a la guardería con los pequeños" "como escupas la comida te quedas castigada toda la tarde" y toda una serie de amenazas realmente atemorizantes, más aún si tenemos en cuenta que un niño de tres años fuera de casa y sin sus padres a mano es muy vulnerable emocionalmente y por tanto terriblemente sensible a estos métodos).

Las amenazas y los castigos consiguen un efecto inmediato (los niños comen en el cole) pero el efecto real es que, en poco tiempo, acaban aborreciendo el momento de sentarse a la mesa (¡cómo no!) y en cuanto tienen ocasión (en casa, con papá y mamá) prefieren irse por la tangente o, cuando menos, disfrutar del momento de comer "a su manera" Por otro lado, niños que tenían una relación normal y sana con la comida comienzan a tener una relación alterada y sus propias sensaciones de hambre y saciedad pasan a estar mediatizadas por las presiones de que son objeto a diario.

De ahí que muchos niños que comían de forma normal, cuando empiezan el colegio o la guardería, dejan de comer en casa pero sí lo hacen en el comedor escolar. Los padres piensan que el no comer en casa significa un mal hacer por su parte o quizá una manifestación emocional del rechazo a la escuela. En realidad, la explicación se encuentra en el hecho de que en muchas escuelas consiguen "contaminar" el apetito natural del niño de forma difícilmente reversible.
Por tanto, es fundamental intentar que nuestros hijos encuentren su propio equilibrio y lo hagan sin presiones. Y también es fundamental informar a la escuela de que nuestros hijos no han de ser obligados a comer bajo ningún concepto (y aún así me temo que en la mayoría de los casos conseguiremos que, como mucho, se limiten a ciertas amenazas puntuales).

A medida que crecen, parece cada vez más difícil que su afectividad básica (intrínsecamente conectada con su cuerpo y sus funciones) no se vea contaminada por las rígidas presiones del entorno, alterando por tanto todos sus procesos y con ello la percepción de sus necesidades fisiológicas (tenemos un excelente ejemplo precedente con el entrenamiento para el control de esfínteres temprano que suelen llevar a cabo en las guarderías).

La perfecta relación del niño-afecto con el niño-cuerpo se va resquebrajando a medida que los adultos vamos desoyendo sus mensajes e intentamos "llevarlos por nuestra senda" a toda costa. No sólo queremos controlar su conducta, queremos controlar también sus necesidades fisiológicas: no hay que hacer pis cuando uno tiene ganas, hay que hacerlo cuando toca. No hay que comer cuando uno tiene hambre, hay que hacerlo cuando toca. y peor aún, no hay que dejar de comer cuando uno está saciado (la sensación de saciedad proviene directamente del hipo-tálamo, fíjense que poco tiene que manipular ahí un niño) sino que hay que dejar el plato limpio para ser aceptado por los adultos. El niño deja de comer por apetito (que es lo natural) y empieza a hacerlo para complacer, para llenar un hueco afectivo, para evitar un castigo, para tener un premio. Lo que antes era una relación natural con la comida, pasa a ser una relación mediatizada por los deseos y las expectativas de los demás. Y esto es, sin ser exagerada, el mejor caldo de cultivo para futuros trastornos de alimentación.

martes, 22 de septiembre de 2009

El castigo fisico

por Emily Taylor

El castigo físico es ampliamente utilizado en todas las sociedades como forma de control de la conducta infantil y representa la forma de violencia más extendida en el mundo de hoy en día (según una encuesta realizada por el centro de investigaciones sociológicas (cis) y difundida en diciembre por el Defensor del Menor, el 59,9 % de los españoles aprueba el cachete o el azote a tiempo como método de control de las conductas infantiles). En España, el Código Penal sanciona estas conductas con penas de entre dos y cinco años.

¿De qué hablamos cuando decimos castigo físico?
Entendemos por castigo físico todas aquellas acciones violentas (aunque lo sean levemente) o bruscas sobre el cuerpo del niño consideradas como "leves"" tales como cachetes, pellizcos, coscorrones o azotes... que suelen ser de rápida aplicación, habituales o esporádicas, concomitantes a una conducta del niño considerada como "negativa" y con la finalidad de corregir dicha conducta. No suelen dejar huellas físicas y el niño -sobre todo cuanto más pequeño es- las olvida con facilidad, lo que contribuye al hecho de que no sean consideradas ni social ni familiarmente como maltrato.

Dentro de estas conductas podemos considerar también las relaciones físicas abusiva (es decir, el manejo brusco o violento del cuerpo del niño no como castigo, sino como parte habitual del trato hacia él, esto son empujones, manotazos, etc...) porque en ocasiones coexisten con el castigo físico, en otras le preceden (en los primeros años) y en otras tantas lo sustituyen.
Un poco de historia

En el caso del maltrato infantil se han necesitado muchos años y muchos observadores externos (médicos, antropólogos, psiquiatras, jueces...) para que al fin este fenómeno existiera como tal.
los historiadores están de acuerdo en que fue sólo a partir del siglo XIX cuando la suerte de los niños empezó a ser realmente un motivo de preocupación para ciertos sectores de la sociedad (un ejemplo asombroso es el caso de Mary Ellen Wilson, una niña de nueve años que era gravemente maltratada y cuya asistente social pudo salvar gracias a la ley de protección de animales. Esta niña ganaba, en el año 1874, el primer proceso judicial en Estados Unidos que defendía a un menor de los malos tratos físicos). como consecuencia de este caso, se formó la sociedad para la Prevención de la crueldad hacia los niños.

sin embargo, la existencia del maltrato infantil, en cuanto a realidad aceptada por la sociedad, se constata sólo desde los años sesenta (1961) fecha en que se publica un artículo en la Revista de la Asociación Médica Americana, escrito por Henry Kempe y colaboradores, con el título "El síndrome del niño golpeado" A partir de ese momento, la investigación del maltrato infantil como un área de estudio definida comienza a consolidarse.

Una violencia que no se ve
Decimos que la violencia de este tipo, tenga la magnitud que tenga, siempre resulta invisible a ojos del que la padece y a ojos del que la ejerce y que, aún en sus manifestaciones más leves (por ser las más extendidas y haber sido padecidas por tantas personas) también es invisible.
En la mayoría de los casos, quien castiga de esta forma o trata de esta forma a sus hijos, aunque lo haga eventualmente, lo hace porque cree que está educando, por el bien de sus hijos y para imponer una disciplina (o límites) en la familia. Normalmente, en el sistema de creencias de la persona que agita habitualmente o pega unos azotes su hijo, el abuso no es abuso, sino un acto justificable o necesario. De este modo, la mayoría de las personas no creen que hayan sido maltratados por sus padres de ningún modo, sino que creen que sus padres les educaron de la mejor manera para ellos y que querían lo mejor para ellos.

Por otro lado, la mayoría de niños y niñas que están recibiendo este tipo de castigos, aunque sean de la misma o mayor magnitud que los que nosotros recibimos cuando éramos niños, tampoco lo están percibiendo como violencia ni se rebelan contra ella: lo asumen como algo normal en su vida y en sus relaciones.

Por último, lo habitual es que este tipo de conductas tengan lugar en el seno familiar. Puede que nosotros no ejerzamos este tipo de violencia... pero ¿y nuestro hermano, nuestro primo, nuestros suegros o cuñados? Denunciar o señalar estas conductas en los demás miembros de la familia es realmente complicado por las consecuencias e implicaciones que tendría, lo que hace todavía más invisibles y toleradas estas conductas dentro del ámbito familiar.

Peldaño a peldaño
En el ciclo vital de una familia, con la llegada de los hijos, tienen lugar una serie de cambios estructurales que implican nuevos modos de funcionamiento, por lo general más complejos cada vez y que generan diversos momentos de crisis. Es en esos momentos de crisis en los que los miembros de la pareja no encuentran recursos individuales o familiares para mantener "el orden" familiar y recurren, casi siempre sin una estrategia previa sino de forma impulsiva, al castigo para imponer una disciplina y para sentir que controlan una situación que no pueden controlar de otra manera en ese momento.

como el castigo físico y humillante es paralizante, ejerce un control momentáneo sobre la conducta del niño lo cual los padres consideran como un éxito de su técnica. Esta sensación de control y eficacia aumenta la probabilidad de volver a usar estos métodos y su uso continuado da lugar a la cronicidad y al uso habitual de los mismos. Y al mismo tiempo, la cronicidad y el uso habitual de los mismos favorecen una mayor escalada en el continuo de la violencia. Muchos padres comienzan con azotes esporádicos cuando el niño tiene dos o tres años y terminan usando formas más fuertes de violencia unos años más tarde.

¿Ni un solo azote?
Para un bebé recién nacido, los lazos de apego son sinónimo de supervivencia: el ser humano nace predestinado a establecer vínculos de apego con otro ser humano (la madre habitualmente) como forma de supervivencia física (porque de ella recibe alimento y cuidado) y emocional (porque las figuras de apego organizan la experiencia del niño y eso es lo que le permite madurar cognitivamente).

El niño se aferra al adulto porque le necesita para sobrevivir, independientemente de que el trato que el adulto le dé sea el adecuado o no. La observación clínica ha demostrado con creces que prácticamente todos los niños maltratados por sus padres desarrollan, sin embargo, lazos de apego hacia ellos. Por tanto, los vínculos afectivos y las relaciones de apego juegan un papel central en la construcción de la identidad de la persona y en su desarrollo emocional. Son la base de la pirámide del desarrollo. Sin esos vínculos, sin relaciones de apego, no hay desarrollo. A su vez, la configuración de los afectos es el filtro por el que se recibe toda la información básica para su desarrollo cognitivo, que es fundamental en el desarrollo de la persona y sus relaciones sociales.

Así pues, desde el desarrollo afectivo se construye el cognitivo y gracias a ambos es posible un correcto desarrollo social, pieza clave de la felicidad adulta.

Uno de los aspectos clave a tener en cuenta es el hecho de que el castigo físico, en este caso, es una forma de violencia empleada por las personas que han establecido vínculos afectivos con el niño, de modo que son formas de violencia que entran directamente a la base de la pirámide del desarrollo, con un impacto muy superior al que pueda tener para el niño el presenciar o recibir formas de violencia que provengan de su entorno y comprometiendo todo el desarrollo del niño a distintos niveles.

Tomando como ejemplo el testimonio de Sonia, una niña de catorce años golpeada durante años y relatado en el libro "El dolor invisible de la infancia" (Jorge Barudy, 1998. Ed. Paidós): "Lo que más me duele no son los golpes, no es solamente el hecho de ser golpeada, es el hecho de que sea mi madre quien lo hace'! Los sentimientos de un niño o una niña de dos, tres o cuatro años no son muy distintos a los de Sonia, aunque pueda parecernos que lo son. De hecho, los niños más pequeños son aún más vulnerables y sensibles, lo que nos puede dar una idea del impacto emocional que tienen en ellos las conductas de este tipo y concretamente el tipo de dolor que sienten y por qué lo sienten. Si la violencia proviene de los modelos afectivos básicos, el binomio amor-violencia pasa a formar parte de los elementos constitutivos de la personalidad del niño de hoy (adulto mañana) como un modelo de relación en el que es posible, normal y tolerable el ser agredido o maltratado por aquellas personas que uno ama.

Una visión optimista
Muchos investigadores y profesionales de la salud mental compartimos la idea de que los seres humanos somos una especie po-tencialmente afectuosa y cuidadora. Pensamos que la biología humana nos ha dotado no sólo de una carga violenta sino también de una inmensa carga amorosa destinada al cuidado y la protección de la propia especie.

Hasta hace muy poco, la idea dominante era que la naturaleza humana es primitivamente violenta y esencialmente egoísta, y que los instintos agresivos y sexuales (sobre los que todavía se cimenta nuestra sociedad) aseguraban la supervivencia.

Actualmente están empezando a surgir nuevas perspectivas teóricas que contemplan la otra cara de la realidad humana: la no violencia, el respeto, los cuidados y los buenos tratos entre las personas... encontrando en estos comportamientos ya no bases sociales o psicológicas, sino auténticas bases biológicas que revelan cómo el cerebro y el sistema nervioso central participan en la producción de los cuidados entre los seres humanos. No sólo es posible educar sin pegar, sino que es posible una educación excelente basada en el respeto, la empatía y el apego, tanto para los hijos como para sus padres. Llevarla a cabo y conseguir su generalización es posible, pero requiere un cambio social que, en parte, tiene que venir desde nuestras actitudes individuales.

Como ocurre con otras responsabilidades (medioambientales, cívicas, etc.), son nuestras pequeñas acciones las que van a ir construyendo el mundo que queremos: y el efecto de este cambio individual tiene unas repercusiones, una "onda expansiva" tan importante (tanto en la vida de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos como en la sociedad entera), que merece la pena intentarlo.