viernes, 9 de octubre de 2009

Un bebé en el hospital.

Mi hija pequeña, Diana, nació un 31 de julio a las doce y cinco minutos de la noche. Nació en tres horas, llegó prematura (35 semanas) y ni ella ni yo estábamos preparadas para un parto en ese momento, ni para lo que se nos vino encima a continuación: Diana tuvo un dis-tréss respiratorio y tuvo que estar ingresada los diez primeros días de su vida, siete de los cuales no pudimos tocarnos para nada. juntas pasamos por todo ello y juntas lo superamos. Ahora somos más fuertes que antes, de eso no cabe duda, y la experiencia, lejos de separarnos, forjó entre nosotras un puente emocional indestructible.

Pero no ha sido todo fácil, sino a costa de vivir algunas experiencias realmente duras (después del primero, hemos vivido dos ingresos más) y tener que "inventarnos" la manera de sobrevivir a todo ello.

La noticia. La separación.
Afrontar la noticia de la hospitalización de tu bebé pone en marcha varios procesos afectivos. Por un lado, hay que afrontar el miedo (más bien terror) a la muerte, a la pérdida. De la noche a la mañana uno se encuentra al borde del precipicio del destino. Todo puede pasar, para bien o para mal, y en ese momento la indefensión ante lo que la vida nos depara es grande.
Junto al miedo, convive una sensación de vulnerabilidad tremenda: nuestra vida depende de la suya y, la suya, en este caso, del buen hacer de los médicos y de su propia naturaleza.
En paralelo, hay que afrontar la separación. Dependiendo de la patología, puede suceder que no nos permitan estar junto a nuestro bebé. Ése fue mi caso. Nada más nacer tuvo que estar "en observación" y, a las pocas horas, presentó un problema respiratorio y tuvo que permanecer en la incubadora, durante diez días, con altos niveles de oxígeno para poder sobrevivir. No podía tocarla, y por ello, yo, la madre, recién dada a luz y con una necesidad física y emocional abrumadora de tener a mi hija junto a mi cuerpo, tuve que afrontar un auténtico desmembramiento de mi ser.

Mi hija y yo, que habíamos sido una durante su gestación, ahora estábamos separadas. Ella no me tenía a mí y yo no la tenía ella, de modo que las dos estábamos en una terrible falta. Durante esos días, toda yo (mi cuerpo, mi alma) me sentía mutilada. Y esa sensación generaba en mí una oleada de sensaciones de intranquilidad, angustia, necesidad y parálisis. Mi mente estaba constantemente en otro lado (junto a mi bebé, en este caso) y me costaba mucho trabajo convivir con lo real.
Mi cuerpo, sin barriga y sin bebé, estaba triste, hueco, apagado. Necesitaba con fuerza un olor, un tacto, una succión. Pero no tenía nada de eso. En su lugar habitaban en mí la culpa, el vacío y la rabia.

El dolor, el vacío, el desgarro
Lo único que tenía era un horario de visitas (dos veces al día, una hora, durante la cual la mirábamos a través de un cristal) y la posibilidad de darle mi leche a mi hija (a través de una sonda naso-gástrica, que es como la estaban alimentando) así que me aferré a eso porque ese era el único puente que tenía hacia ella en ese momento. Me di cuenta de que tenía que sobreponerme y centrarme en cualquier posibilidad de contacto o comunicación con mi hija.
Así que tomé mi primera decisión: luchar. Me entregué al vínculo y lo hice a través de la lactancia. Me duché, me cambié de ropa y le pedí a mi marido que me trajera urgentemente el sacaleches de casa. Iba a darle a mi hija lo único que podía darle de mí en ese momento: mi pensamiento en ella y mi leche.

Había pasado ya un día entero hasta que pude reaccionar y sobreponerme a todas estas emociones y al shock de lo vivido, de modo que no empecé a estimularme con el sacaleches hasta pasadas bastante más de 24 horas del parto. Fue costoso, pero sabía que si era constante lo conseguiría. Pensaba en mi bebé constantemente, haciendo míos todos y cada uno de los fragmentos de su imagen, todos los que yo suponía que podían ser sus sentimientos: su soledad, su abandono, su no saber, su falta de mamá.

Me ponía el despertador cada dos horas, mañana y noche, para estimularme. Por las noches les pedía a las enfermeras que estaban de guardia que me dejaran estar en la sala de neonatología para estimularme, con la excusa de que así no despertaría a mi acompañante. Me permitían estar, extraoficial-mente, en la sala de enfermeras y, después, con bastante insistencia, me dejaban entrar dos minutos a ver a mi pequeñita en su incubadora. Eso me hacía las noches más llevaderas.

Pero me sentía muy sola. Nos sentíamos muy solos todos, mi marido, mi hija mayor, mi bebé recién nacido y yo. Eché mucho de menos alguien que me ayudara, nos ayudara, a canalizar la fuerte experiencia que estábamos viviendo. Sólo nos informaban de la evolución de Diana y ya está. Yo miraba a los otros padres de niños ingresados y veía en ellos la misma tristeza, las mismas dudas, la misma sensación de estar perdidos... pero pocos se atrevían a entablar conversación con el de al lado. Y me di cuenta de lo bueno que hubiera sido para nosotros, en ese momento, tener una persona con quien hablar, alguien del propio hospital, un profesional que nos ayudara a poner palabras a toda la experiencia. En lugar de eso, parecía que tuviéramos que estar bien, que tuviéramos que sonreír, darnos palmaditas los unos a los otros y alegrarnos cuando un bebé era dado de alta, como si no pasara nada. El personal del hospital, médicos y enfermeras, no parecían ser conscientes del impacto al que estábamos sometidos. Ellos, inmersos en su rutina de niños que van y vienen, pierden la sensibilidad hacia las experiencias únicas de cada padre y madre que tiene que sufrir este proceso. Por eso, la sensación de soledad es inmensa. Todos te sonríen, pero nadie parece conectar con tu desgarro.

Familiares y amigos te llaman para darte la enhorabuena. A mí me parecía todo de locos. ¿Cómo podía estar yo de enhorabuena cuando mi hija estaba entre la vida y la muerte? Yo estaba triste, desolada, ansiosa. estaba luchando. Pocas personas podían ver eso: ellos estaban más cerca de la alegría del nacimiento en sí que de mi realidad, nuestra realidad, nuestro miedo a perderla.

Por otro lado, sabía que eran otras mujeres las que se estaban haciendo cargo de mi hija durante esas interminables horas. Que eran otras mujeres las que le tocaban el pecho para colocarle los electrodos, o para darle un masaje cuando se de-saturaba (otro fenómeno hospitalario: te familiarizas con toda una serie de términos médicos a la velocidad del rayo, aprendes a leer los monitores, los gráficos... a interpretar los gestos de los médicos y las enfermeras). Eran otras, las enfermeras, las que la atendían cuando lloraba (me torturaba terriblemente pensar en eso) y eran otras manos las que le ponían un pañal seco. Las odiaba pero, al mismo tiempo, las necesitaba.

Me molestaba enormemente su poder sobre mí y sobre mi hija pero, a la vez, les pedía encarecidamente que la trataran bien, que le dieran afecto, que no la dejaran llorar. La rabia que se generaba en mi interior por esta situación era indescriptible. Los impulsos animales me tenían descompuesta: me dolía en lo más profundo que otras mujeres tocaran a mi hija y la atendieran. En las horas de visita, vigilaba cada uno de sus movimientos y me ponía enferma la certeza de que ellas eran mis brazos, mis palabras, mis manos.

Mi médico alargaría mi estancia en la Clínica hasta que yo quisiera, me dijo. Máximo una semana. Pero al cuarto día yo empecé a sentir que algo no iba bien. Pasaba la mayor parte del día metida en la habitación dándole vueltas a la sensación de vacío. Por más que me esforzaba y todos los días me duchaba, me vestía y empezaba el día con la noticia de la evolución estable de Diana (no ir a peor significa ir a mejor), yo me seguía sintiendo paralizada, encerrada. Constantemente me preguntaba cómo se sentía mi bebé y a mi sensación de soledad se sumaba la de abandono de mi niña. Todo mi instinto se encontraba atrapado entre esas cuatro paredes, los horarios de visita a Diana eran estrictos y mi única actividad era sacarme leche y esperar. Por las tardes venía mi marido con mi hija mayor y eso me animaba y me daba fuerzas, pero al mismo tiempo sentía que me estaba ahogando en la rutina hospitalaria. Me estaba consumiendo.

Volver a casa
En este punto, tomé la segunda decisión importante en este proceso: no dejarme atrapar por la tristeza. Me iba a casa. Las horas previas a esta decisión fueron una auténtica tortura. Por un lado necesitaba estar lo más cerca posible de mi hija, pero, por otro, me daba cuenta de que era una falacia: sólo podía verla dos horas al día (una por la mañana y otra por la tarde), y el resto del tiempo estaba metida en la habitación esperando y hundiéndome psíquicamente. Aunque estuviera sentada en la puerta de neonatología viendo pasar las horas hasta que me dejaran verla, no iba a solucionar nada, más bien todo lo contrario. Ése no era el camino.

El jueves, día de mi cumpleaños, salí de la Clínica sin mi hija. Me iba a nuestra casa, a su nido, para calentar el hogar entre todos y preparar su bienvenida. Pensé que si cuidaba de nosotros, estaba cuidando también de ella, porque ella ya era parte de nosotros y nuestra casa ya era la suya.

Con la vuelta a casa recobré parte de mi fuerza. Pasaba las noches en vela y cuando dormía tenía horribles pesadillas. Esperaba en cualquier momento una llamada fatal y casi constantemente sentía el impulso de salir corriendo de nuevo hacia la Clínica. Pero, aún así, yo estaba más centrada y por tanto me sentía más capaz de seguir adelante.

Seguía sacándome leche (durante el día cada dos horas, por la noche cada tres) y almacenándola en la nevera. Tenía muchísima leche, de modo que guardaba el excedente en el congelador.
Todos los días preparaba minuciosamente una bolsa con todo lo necesario para ir a ver a Diana: ropita limpia, pañales, su tarrito de leche para todas las tomas de ese día. Esperaba ansiosamente el momento en que me dijeran que mi niña ya podía mamar.

También me cuidé mucho durante esos días de verme bien a mi misma: no soportaba mirarme al espejo y no reconocerme. No quería verme reflejada en una mueca de dolor, de modo que todas las mañanas me duchaba, me vestía con colores alegres y me ponía un poco de colorete. Comía bien. Todo era un ritual para preparar nuestro encuentro y el hacerlo me ayudaba a sentirme más cerca de ella, más útil.

Al final, entre el mantenimiento de la casa y la preparación para ir a la Clínica con Diana, las horas pasaban volando. Además, el hecho de hacer todo esto en casa me estaba permitiendo estar también con Andrea, mi niña mayor, y compartir con ella todos esos preparativos y ese tiempo. Me sentía viva y fuerte por primera vez desde que nació mi pequeña. La actividad me estaba ayudando. Sentía que por fin estaba haciendo algo por mi pequeñita.

Elegir la vida
La tercera decisión importante estaba al caer: vivir, por ella y para ella. El sábado era el cumpleaños de mi hija mayor: cumplía dos años. Habíamos invitado, antes del parto, a todos nuestros amigos con sus hijos para celebrar el cumpleaños en casa.

Lo primero que pensamos fue, lógicamente, no hacer nada. Pero poco a poco fuimos viéndolo de otra manera. Empezamos a pensar en lo injusto que nos parecía el vivir de luto sin estarlo. Injusto para nuestras hijas: para las dos. Nos parecía muy triste no celebrar el nacimiento de Andrea y nos parecía injusto que Diana fuera la causa. ¿Qué tipo de historia estábamos escribiendo? ¿Qué les contaríamos años después, cuando habláramos de su nacimiento? Queríamos que nuestras decisiones fueran el auténtico reflejo de nuestra necesidad de lucha y que esas decisiones fueran escribiendo la historia que un día nuestras hijas tendrían como propia. Diana estaba viva y mejorando y, aunque no pudiera estar en esa fiesta, no la dejaríamos sola: nos turnaríamos mi marido y yo para poder estar con las dos niñas en ese día. Y así lo hicimos, mientras tenía lugar el cumpleaños de Andrea en casa, primero mi marido y después yo, estuvimos en la Clínica para celebrar también con Diana el acontecimiento.
Decidimos aferrarnos a la vida, decidimos celebrarla: celebrar los nacimientos de nuestras hijas. No puedo decir que fue un día fácil, porque no lo fue. Pero tampoco fue un día triste.

Simplemente, fue un día duro y extraño; pero al llegar la noche, mi marido y yo nos abrazamos y supimos que habíamos hecho algo muy importante y que lo habíamos hecho bien. Habíamos conseguido estar con nuestras dos hijas y escribir su propia historia de otra manera. Andrea tuvo su fiesta de segundo cumpleaños y Diana estuvo, a su manera, presente en ella. Echábamos muchísimo de menos a Diana, pero todo lo que estábamos haciendo era por ella: ellas, nuestras niñas, eran las protagonistas de nuestras vidas. No íbamos a permitir que nuestra casa murie-
ra, que muriera nuestra ilusión ni nuestra esperanza en la vida, no íbamos a permitir que la familia de Diana se hundiera, porque ella iba a volver pronto. Así de sencillo.

El reencuentro
Y el domingo, por fin, llegó la buena noticia: Diana podía ya succionar y yo podía ponerla a mi pecho. Por primera vez desde el parto, siete días atrás, iba a tocar a mi hija. Fueron momentos mágicos. Cogí su frágil cuerpecito entre mis brazos y le di mi calor y mi pecho. Es curioso, pero no fue como "una primera vez"Yo pensaba que la iba a descubrir entonces, pero lo que sucedió fue sorprendente: ya conocía su olor, su tacto, su sonido. Resulta que ya conocía a mi bebé, que ya habíamos estado juntas todo este tiempo. ¡¡Qué ingenua había sido!! Pensaba que nos íbamos a encontrar al abrazarnos... pero en realidad lo que sucedió es que ya llevábamos una semana juntas, unidas, enlazadas, vinculadas. Llevábamos una semana encadenadas a nuestra ausencia. por eso el encuentro fue, más bien, un reencuentro. No nos extrañamos.

Ni ella a mí, ni yo a ella. Fue como unir la llave a la cerradura: todo encajó a la perfección. Se prendió de mi pecho y en ese momento el mundo entero desapareció para estar sólo nosotras dos, de nuevo, como una sola persona. Los días siguientes fueron, por fin, alegres. Desde el momento en que Diana pudo mamar su mejoría fue espectacular.

Tres días después volvíamos a casa. Con nuestra niña en brazos. Viva. Y sana.

La larga elaboración.
Llegar a casa fue como cuando se abre el cielo tras un día nublado. La luz lo llenó todo. Los días posteriores fueron de una gran paz para todos, la tormenta había pasado y juntos habíamos podido superarlo. Hubo que hacer algunos ajustes con la lactancia, sobre todo porque la cantidad de leche que yo tenía era bastante más de lo que ella mamaba, pero aún así cualquier cosa parecía ya fácil después de lo pasado.

Vivimos una larga luna de miel, todos juntos. Unos meses durante los cuales yo no quise pensar demasiado sino, simplemente, disfrutar de mi familia.
Tras ese tiempo, que fueron dos o tres meses, comenzó una etapa de elaboración, por mi parte, de lo sucedido.

Asimilar la experiencia, contármela a mí misma, revivir todos esos sentimientos para poder afrontarlos. no fue fácil ni rápido. Pasaron muchos meses durante los cuales yo todavía sentía culpa por lo sucedido (por haber nacido mi hija prematura) y miedo por las posibles secuelas que pudiera tener esa temprana experiencia en mi pequeña.
Yo estuve, durante mucho tiempo, traumatizada.

Cerrar el círculo.
Todos los días, para ir al trabajo, pasaba -y paso- por delante de la Clínica. Y todos los días tenía -y tengo- un pensamiento para las madres que estaban viviendo lo mismo que yo y para sus bebés.

No me atreví a entrar hasta un año después, cerca de la fecha del cumpleaños de Diana. Esta fue la última decisión que tomé sobre esta experiencia: cerrar el círculo. Entré en la clínica sola y, al volver a esa sala de neonatología, me invadió una profunda emoción. Reviví todo el dolor de aquellos días, y apenas pude hablar cuando las enfermeras me reconocieron y me saludaron. Lloré muchísimo, totalmente desbordada. No entendía por qué, pasado ya un año, no era capaz de enfrentarme de nuevo a ese edificio. Una enfermera me dio la clave: vuelve con la niña, me dijo, queremos verla.

Y así lo hice. Un día antes del primer cumpleaños de mi hija, volví con ella al lugar donde nació. Diana corría por los pasillos y señalaba con sus dedos regordetes las fotos de los bebés colgadas por las paredes.

Subida en mis brazos entré en la sala de neonatología y llamé a la puerta: me abrieron las mismas enfermeras que un año antes la habían visto tan malita. Y mi niña les sonrió. Y yo también. Ya no sentía ganas de llorar ni me sentía desbordada. Porque no estaba sola, como lo estuve un año antes, sino que estaba con mi hija, mi maravillosa hija.

Les dimos la bandeja de pasteli-tos que habíamos comprado para celebrar el cumpleaños de Diana y me despedí de ellas. Les di las gracias. Las había perdonado, me había perdonado a mí misma, me había reconciliado, por fin, con nuestra suerte.
Salí de la Clínica emocionada y feliz. Un año después, se había cerrado el círculo. Éramos libres. Somos libres.

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