martes, 29 de septiembre de 2009

Una reflexión sobre el panorama educativo actual y la crianza con apego

Pensar por un lado en el modelo educativo real que en la actualidad impera en España y, por otro, en la crianza con apego, resulta totalmente antagónico. Es cierto que en los planes de estudios de las facultades de Ciencias de la Educación de todo el país figuran los nombres de Jean Piaget o John Bowlby como puntales básicos de referencia para cualquier maestro a la hora de diseñar su actuación en el aula. Es también cierto que los estudiantes de Magisterio deben conocer sus teorías sobre el desarrollo psicológico del niño, sobre el apego, sobre la indivisible relación entre el plano emocional y el intelectual (si es que tan siquiera pueden concebirse como áreas separadas dentro de la integridad que supone un individuo), sobre la necesidad de experimentación real que tienen los niños para realizar cualquier aprendizaje, sobre la necesidad de respetar los ritmos individuales de desarrollo y actividad para conseguir un progreso armonioso y significativo... y podría seguir citando durante páginas y páginas.

Me pregunto por qué después, en la práctica, en la vida real de la muy grande mayoría de colegios, escuelas e institutos españoles, todos esos conocimientos adquiridos en la facultad se convierten en una única premisa, que viene a rezar más o menos así: "todos los niños de una misma edad tienen que hacer la misma ficha en el mismo momento, tardando la misma cantidad de tiempo, con el mismo resultado y sin molestar al profesor"" No voy a entrar a discutir la validez de dicha premisa porque no es el tema de esta reflexión, pero sí voy a explicar cuál es el método más utilizado y aceptado para conseguirlo, que sí tiene que ver con el tema de esta reflexión, y es la eliminación de las diferencias individuales, que se alcanza normalmente forzando las etapas del desarrollo de cada niño y aplicando un sistema de disciplina rígido basado en la técnica del castigo y la recompensa. Aspectos, todos, que poco o nada tienen que ver con una crianza o educación entendidas con apego y respeto.

El sistema educativo actual está diseñado para conseguir resultados muy concretos en períodos de tiempo excesivamente delimitados y cortos. Y con "resultados muy concretos" me estoy refiriendo al almacenaje memorístico de contenidos y automatización de procedimientos de cálculo, básicamente. Esto se viene a traducir, en la práctica, en la necesidad de controlar en todo momento la actividad del niño y sus aprendizajes, lo que resulta en un escaso o nulo interés por sus procesos y necesidades emocionales, sus características e intereses personales, y por supuesto, en la ausencia total de empatía. Lo que, unido al ya citado
método de castigo-recompensa hacen de la enseñanza en este país algo por completo contrario a la crianza con apego.

En este sentido, el primer obstáculo que los niños, a la tiernísima edad de 3 años -algunos todavía 2- tienen que salvar para integrarse en el nuevo mundo de la Escuela, es la adaptación. Éste es un momento crucial que debería ser cuidado hasta el más mínimo detalle y sin escatimar esfuerzos, puesto que dejará impronta en los sentimientos del pequeño. La manera cómo se desarrolle este primer aterrizaje en el ambiente educativo probablemente determine, o cuando menos impregne, toda su experiencia académica y la actitud que despliegue hacia ella. Por suerte, parece ser que ahora se ha puesto de moda el ya popular período de adaptación, y en muchos centros se flexibiliza, en mayor o menor grado, la entrada al colegio de los más pequeños. Pero asimismo hay un elevado número de instituciones que siguen sin realizar ningún tipo de ajuste en este aspecto.

Esa forma despiadada de recibir a los niños en su primer día de escuela -el primer día de escuela de toda su vida, seamos conscientes de ello- que tienen tantos colegios y que consiste en entrar "a lo bruto"" sin preparación previa, cada uno hasta su aula, sin compañía de ningún tipo más que una maestra o maestro al que no habían visto nunca hasta entonces, ya no es que sea cruel, es que a mis ojos es un maltrato en toda regla. Una falta total de respeto y consideración por sus sentimientos y necesidades. Y casi peor es el hecho de que muchos adultos hacemos mofa de ello, nos reímos comentando lo mucho que fulanito o menganito lloró durante sus primeras semanas de escolarización, nos parece gracioso, tierno, poco importante, normal... No es normal, el llanto de un niño es una reacción natural que se produce ante una situación adversa, estresante o dolorosa, y tiene como finalidad captar la atención de un adulto que pueda poner remedio o fin a esa situación que le ha causado malestar. Es por ello que cuando estamos haciendo caso omiso al llanto de un escolar que quiere volver con su familia o que se siente abandonado en un ambiente totalmente nuevo y desconocido, estamos desatendiendo sus necesidades, estamos tratándole mal, estamos maltratándole. No le infligimos daño físico, pero ignoramos y minusvaloramos su dolor emocional, tan real como el físico y mucho más traumático.

Si queremos conseguir una adaptación feliz y plena de un niño o niña de 2, 3, 4, o los años que tenga, lo primero que debemos tener en cuenta es que para sentirse seguro en un nuevo ambiente va a necesitar explorarlo hasta hacerlo suyo acompañado de una de sus figuras de apego, va a necesitar convertir a los adultos que pueblen ese nuevo espacio en nuevas figuras de apego, y va a necesitar conocer y entablar sus propias relaciones con los otros niños y niñas que van a compartir ese espacio con él. Para cada niño, esto tomará tiempos y acciones muy diferentes. Algunos -los menos- querrán quedarse solos el primer día, otros no querrán hacerlo hasta pasado un mes, otros sólo resistirán pasar una hora diaria dentro del centro escolar, otros se quedarán encantados durante 2 ó 3 horas, los habrá que prefieran observarlo todo de la mano de su acompañante y sólo decidirse a tocar algo después de un rato largo de observación, otros entrarán en el aula como un terremoto dispuestos a explorarlo todo con sus propias manos desde un principio...

¿Y cuál es la receta perfecta para todo esto? ¿cuál es la forma concreta más indicada de organizar un período de adaptación exitoso? Sinceramente, no creo que la haya... no creo que se pueda programar un horario y un número de niños escalonado para cada día con el fin de alargar artificial y rígidamente los tiempos de estancia en el aula y así adaptar a los niños progresivamente, como se hace en la mayoría de colegios. Mi apuesta es respetar completamente los ritmos de cada uno. Completamente. Dejar que cada alumno llegue al colegio a la hora que desee, acompañado por quien necesite y se quede el tiempo que le apetezca.
Puede parecer que en tal caso la escuela sería un caos. Créanme, la escuela, durante los primeros días, es un caos de cualquiera de las maneras.

Puede parecer también que de esa manera los niños se acostumbrarían a estar en el aula con sus padres y nunca llegaría el momento en que aceptasen quedarse solos. No es cierto, con la confianza que les da la presencia de un ser querido que les aporta seguridad, poco a poco irán estableciendo lazos sólidos con los maestros, que se van convirtiendo ellos mismos en figuras de apego y seguridad, de modo que los pequeños ya no requieren de la presencia de sus padres para sentirse seguros. Otra cuestión es ya la incompatibilidad de horarios entre el colegio y el trabajo de los padres. Pero tampoco eso justifica la poca flexibilidad con que se trata este período crucial, ni le resta importancia. Siempre se pueden encontrar soluciones alternativas como modificar los horarios de clase durante los primeros días, buscar a un abuelo, tío o familiar desocupado que pueda hacer la adaptación con el pequeño, ajustar el período vacacional de los padres para que coincida con el comienzo del curso...

Hay casos en que parece que la adaptación se está desarrollando satisfactoriamente porque el niño no llora al ir al colegio, no dice que no quiere ir, se lleva bien con los compañeros y los maestros aseguran que se lo pasa muy bien en clase y su comportamiento es modélico. Sin embargo, si ese niño comienza a presentar cualquier tipo de regresión o cambio en su vida diaria, coincidente en el tiempo con la entrada en la escuela (regresión en el control de esfínteres, alteraciones en los ritmos de sueño, alimentación, ansiedad, pesadillas, cambios en su actitud, etc.), suele ser síntoma de que algo en esa adaptación no está discurriendo como debería, y en tal caso lo más aconsejable sería retomar la flexi-bilización, o ponerla en práctica si es que no la hubiese habido. Tengamos siempre presente que la transición que los niños hacen de la familia a la escuela es un paso importantísimo en su vida, y que se trata de un cambio drástico y un proceso en alto grado artificial, para el cual no suelen estar naturalmente preparados a edades tan tempranas. Nunca restemos importancia al sufrimiento de un niño que no quiere ir al colegio, porque su dolor, su estrés y su ansiedad son reales y, como seres indefensos que son, no disponen de las mismas armas que un adulto tiene a su alcance para lidiar con ellos.

Desde el punto de vista del maestro que pretende tratar con apego a sus alumnos, creo que la herramienta básica a utilizar es la empatía. Una persona que no sea capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender y respetar los sentimientos de los demás, nunca podrá llegar a ejercer la educación con apego. A mi modo de ver, nunca será un buen maestro. Si se es incapaz de sentir lo que sienten los alumnos, de comprenderles, no se puede respetarles. El día a día de un maestro está lleno de situaciones estresantes y de momentos de presión, y si no se tiene claro que lo más importante, lo principal, es el equilibrio emocional y el crecimiento personal del alumno, se puede perder el norte muy fácilmente, y caer en la fatal rutina del continuo enfado, los castigos, los gritos y el mal humor.Y no hace falta explicar el efecto que esto produce en las emociones de los pequeños; el miedo, la presión, el descontento y la desazón que les infunde.

Para evitar esto, hay que sufrir un proceso de cambio y descubrimiento personal que nos permita comprender que el objetivo final de la educación no es la acumulación gratuita de saberes, sino el crecimiento de las personas, el enriquecimiento del individuo. Darse cuenta de que el verdadero motor de la educación está en cada uno, y que la tarea del maestro es ayudarle a descubrirlo y proporcionar multitud de experiencias, materiales y situaciones a través de las cuáles el alumno pueda encontrarse con sus posibilidades y, a su ritmo, desarrollarlas. Todo esto no puede hacerse si no es desde el más absoluto respeto por cada uno, desde la libertad del niño para moverse según su propia brújula interior, desde la consciencia de que un niño no es un adulto en construcción sino una persona entera, con su complejidad emocional e intelectual, a la que tratar con el mismo o más respeto que a un igual. Si no gritamos, agredimos, faltamos al respeto, insultamos, menospreciamos, castigamos, reñimos, humillamos, etc. a nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares... tampoco debemos hacerlo a nuestros niños, sean hijos, alumnos, sobrinos, nietos o vecinos. Además de no ser ético, es un abuso.

La educación no consiste -o no debería consistir- en dar una serie de órdenes que el alumno ha de acatar para aprender y convertirse en un adulto de provecho, sino en descubrir quién es y qué necesita, y así poder poner a su disposición los medios más oportunos para satisfacer esas necesidades y alimentar sus intereses.

Para conseguir establecer una relación de apego con el alumno, que le permita confiar en nosotros y aceptarnos en su mundo interior, el punto más básico e importante es la disponibilidad. Mostrarse siempre disponible y cercano para sus requerimientos; reservar cada día un momento, por pequeño que sea, de exclusividad con cada niño, hacer posible el contacto físico si lo necesitan, prestar atención a lo que dicen, bajar a su altura para romper esa barrera que los separa de nosotros por estatura y edad, y sobre todo respetar sus decisiones y tomarlos en serio. No imponer una serie de actividades uniformes, sino dejarles libertad para elegir entre multitud de materiales adecuados y estructurados de los que se puedan servir para avanzar en su desarrollo. Confiar en sus capacidades y aptitudes. Tener en cuenta las características del pensamiento del niño en cada etapa, sus posibilidades reales, y nunca pedirles algo que sabemos que no serán capaces de hacer, porque un fracaso no constituye ningún estímulo positivo para su proceso educativo.

Y para que la libertad dentro de la escuela funcione, se hace necesario el establecimiento de una serie de normas fijas que todos, alumnos y maestros, tendremos que cumplir, y que tienen que poseer pleno significado para ellos. Lo que sólo se puede conseguir si esas normas se establecen y consensúan entre todos. Uno tiende a pensar que si se deja a los niños poner los límites a su propia actividad, se convertirán en salvajes y no querrán acatar ninguna norma; pero esto no es así... un grupo de niños que se sienten respetados y libres para seguir el desarrollo dictado por su propio reloj interior -y créanme que lo tienen igual para el aprendizaje de la lectoescritura como para alcanzar logros motores tan filogenéticos y propios de la especie como la bi-pedestación- sienten la necesidad de establecer una serie de normas que les permitan actuar eficazmente sin interferir en los procesos de los demás. Y lo que es mejor, esas normas nacen de la experiencia, de la resolución de conflictos que inevitablemente surgen en el día a día de la convivencia en una escuela, de la interiorización de situaciones que han supuesto un problema y que se han superado con éxito. Lo que quiere decir que son normas comprendidas y asumidas por todos como propias. Una norma que parte de la experiencia es aceptada y cumplida con tal convicción que no suele ser necesaria la intervención de ningún adulto para velar por su cumplimiento.

Y ya por último me queda hablar de los castigos y las recompensas. Existe la creencia de que los castigos son necesarios para moldear el comportamiento de los niños y jóvenes, que no se puede aprender a obrar bien si no se castigan las malas acciones y se premian las buenas. No creo que esto sea cierto. Un niño que es castigado aprende a no hacer determinadas cosas para no ser castigado, pero no tiene por qué necesariamente alcanzar la comprensión de lo
inconveniente de tales acciones, con lo cual su integración mental de la realidad se ve alterada, la relación causa-efecto se trastoca de manera artificial. Lo mismo ocurre con los premios, los niños aprenden a hacer ciertas cosas porque les premiamos por ellas, no porque conozcan los beneficios que llevan asociadas, y eso, desde mi punto de vista, es un aprendizaje deficiente.

Además de esto, no hay duda de que el castigo conlleva siempre la humillación, el abuso y el sometimiento, que no son compatibles con lo que llamamos una educación o crianza con apego o respeto y, volvemos a lo mismo, son una forma más de maltrato. Si no castigamos a otros adultos, no deberíamos castigar a los niños. Recordemos que no son de nuestra posesión, solamente están bajo nuestra custodia hasta que puedan custodiarse a sí mismos. No nos pertenecen, no tenemos derecho a hacerles daño, a castigarles, a provocarles sufrimiento. En cambio sí tenemos la obligación de dar lo mejor de nosotros mismos para acompañarles en su crecimiento, y, de verdad, es algo maravilloso si sabemos apreciarlo.

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